Un bocado demasiado grande

Un bocado demasiado grande

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ignaz, estoy completamente seguro: el hombre que acaba de salir de aquí fue quien ordenó que me golpearan. Él mismo, en persona, se presentó en mi casa con la orden de detención y me llevó a la prisión preventiva en Budapest. No sé cual es su nombre; pero su cara la conozco muy bien.

La gorra no lograba disimular esa mirada perversa, ni la mueca que hace cuando enseña los dientes al hablar. – Lo sé, Miklós, me lo has dicho hace un momento. Pero la cosa más conveniente para nosotros ha sido quedarnos sentados donde estamos. No se percataron de nuestra presencia en la taberna. ¡Una suerte! Podrían haber notado que somos húngaros. Ya lo ves; hablar en voz baja es una costumbre ventajosa en esta época tan embrollada. Unos alacranes con tanta experiencia en manejos turbios, que para nos ser vistos por húngaros se trasladan a Praga, y los pillan, precisamente, los únicos dos húngaros que hay en los alrededores; para colmo, uno de ellos reconoce enseguida al que parecía dirigir la conversación. Solo falta que algún checo chismoso los haya escuchado. ¡Estaban tan apartados, había tan poca gente; es imposible que los pudieran oír!

– ¿Por fin, Ignaz, enviaste a Ladislao la dirección de Panonia en Hamburgo? – Sí, claro, hace varios días lo hice. Envié a Santiago de Cuba los datos que me pidió acerca de los estudios cursados por el doctor Joseph Goebbels. – La verdad es que Ladislao tiene la misteriosa habilidad de conquistar a todos: hombres y mujeres, viejos y jóvenes; en cualquier lugar del mundo, sea Budapest, Praga, los Estados Unidos o las Antillas, la gente colabora con él, le busca lo que necesita, le asiste; siempre está rodeado de afectos, entusiasmos, simpatías. Tiene una personalidad hechicera, como de hipnotizador. – ¿Estás enojado con él? Lo que dices no es completamente cierto. Los políticos y funcionarios le odiaban; los estudiantes, en cambio, y muchos profesores, le adoraban; no todos, Miklós; sé de un profesor que detestaba a Ladislao por su éxito en las aulas como expositor eficiente. Ciertos periodistas lo fustigaron varias veces. Conste que algunos no estaban pagados por el gobierno. Diría que Ladislao despertaba pasiones; era un tipo controvertido.

– Te pondré el ejemplo de Panonia; ella se desvivía por Ladislao. Investigaba para él, escudriñaba en los archivos informes confidenciales sobre sucesos de la Primera Guerra Mundial o en relación con la guerra civil en España. Te arriesgaste para entregar a Ladislao los papeles que no pude entregar yo… al verme obligado a salir de Hungría. Esos papeles, como bien sabes, los colectó Panonia, a fin de que él escribiera un Memorial del siglo XX que, hasta ahora, no se ha publicado; ni aquí, ni en nuestra tierra. – Hablé con el doctor Ubrique en un hotel, el día que entregué los dichosos papeles, en Hungría. Hablamos largamente; no fue cordial conmigo; en aquella época yo me vestía con el estilo desaliñado de los hippies de San Francisco. Mis ropas le producían un disgusto evidente. Le dije que era una forma de disfrazarme; así nadie se me acercaba y yo podía observar a todos a mis anchas. Al llegar presenté una recomendación del rector de la Universidad de Praga; mis altas calificaciones le desarmaron. Me explicó entonces, a grandes rasgos, su proyecto literario. Me pareció que ya lo había expuesto a Panonia y a otras personas, que lo consideraron un escrito oportuno y pertinente. – Numerosos académicos de Hungría, y de otros países de Europa, se sentían atrapados en una atmósfera política casi irrespirable. Intolerancia ideológica combinada con escasez de empleos y de mercancías, era la norma al terminar la Segunda Guerra Mundial. A todos molestaba esta penosa situación; pero nadie se atrevía a enfrentarla. Casi todos tenían miedo. Temían ser tachados de «conservadores anticuados» o de «reaccionarios enemigos del pueblo». En el mundo periodístico, lo mismo que en los círculos profesionales, entre editores de libros y en los centros de investigación, empezó a circular una moralina revolucionaria que los hechos tangibles negaban todos los días. Se puso de moda una suerte de inquisición practicada por seglares que se proclamaban «científicos sociales». Los escritores y profesores que no usaran la jerga sociológica en boga perdían, primero el prestigio, después el empleo. Ubrique reaccionó, solitariamente, contra ese estado de cosas. Sus colegas le deseaban suerte; pero no se exponían a la repulsa pública ni al furor del gobierno.

– El contrapunto de aquella aberración colectiva era otro exceso retórico y político: el fascismo. «Propiedad comunista» y «Estado corporativo» fueron dos polos de argumentación ideológica que irrumpieron, con gran violencia, en los reinos vidriosos del arte y de la literatura. Ladislao Ubrique afirmaba, en medio de estudiantes de cualquier facultad, que en Europa habíamos vivido balanceándonos en un «columpio de nazis y bolcheviques». Dos fórmulas igualmente dañinas que conducían, indefectiblemente, al despotismo. Ubrique les decía que todo arrancaba de una espantosa y errada visión de la historia. Concebir la historia como «un proceso», sujeto a «leyes inexorables», le parecía una monstruosidad intelectual. «No refutarlo es irresponsable», concluía. Llamaba «chapapote mental» a esas ideas «mecánicas» de la historia. Quería que todos supiesen en qué consistía la «epidemia política que mata hombres saludables». No tardó en ser denunciado. Quizás por los propios estudiantes. Si se hubiese quedado en Hungría estaría muerto. En realidad, el pecado de Ladislao Ubrique es querer masticar un bocado demasiado grande. Praga, República Checa, 1993.

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