Aunque había sido fallido el intento de ingresar a las filas de la Fuerza Aérea, decidí no retornar a la miseria del campo.
Me aterraban las imágenes de la ropa harapienta, las manos callosas, la soledad entre las montañas y, sobre todo, el destino de un futuro sombrío.
Para sobrevivir en la capital un amigo de mi tío me ofreció atenderle por las noches un viejo burdel al fondo de la barriada de Maquiteria.
Le di vueltas a la cabeza pero el estómago me hizo entender que no había opción.
Yo llevaba la cuenta del negocio y supervisaba la entrada y salida de las cuatro mujeres que servían a los parroquianos.
De vez en cuando tenía que desatornillar la vellonera cuando un repetido disco se atascaba.
Una noche entró al negocio un oficial de la Marina de Guerra. En el último rincón del establecimiento se sentó con una de las mujeres. Sonia era una mulata corpulenta, con el pelo a la cintura y los ojos de serpiente. Me di cuenta que se conocían desde hacía mucho.
A la una de la madrugada vi que el oficial, de pronto, se paró de la mesa y sacó del costado izquierdo un arma. Espantado por el resplandor de la pistola los clientes vaciaron el salón.
Quince minutos después llegó una patrulla de la Policía.
El oficial alegó que alguien había tomado su billetera.
“¡Súbase ahí!”, me ordenó el sargento de la Policía.
En medio de un apagón de la ciudad, a las dos de la madrugada llegamos al cuartel.
“¡Enciérrelo!”, le dijo al centinela.
Era un cuarto extremadamente reducido. En un rincón había un hueco desde donde salía un nauseabundo hedor a orines y heces fecales.
Allí, espantado, solo pensaba qué pasaría conmigo.