Un cafe de 70 centavos

<P>Un cafe de 70 centavos</P>

Por  JOSÉ MANUEL GUZMÁN IBARRA
Desde muy joven he preferido la rebeldía a la lisonja del poder. Las historias del que se rebela siempre me han parecido más atractivas que las historias de los que se conforman. La literatura moderna está plagada de glorificaciones al ser humano de a pie, antes que al héroe casi sobrenatural que era común en la época de los clásicos. El héroe «moderno» es más aceptado si tiene algo de humano, antes que de divino. Sin embargo, lo humano demasiado humano puede ser el punto de partida del nihilismo y hedonismo predominantes.

Es natural que el protagonista de la literatura contemporánea tenga más de anti héroe que de titán. No podía ser de otra forma; la narrativa recoge los valores de su tiempo. Desde el siglo pasado el ciudadano viene asumiendo como práctica el poder esbozado teóricamente por Jean Jaques Russeau en el siglo XVIII. El ser humano contemporáneo se ha hecho consumidor y votante, rey de los mercados de bienes y del mercado electoral. Todo lo que se consume tiene que parecerse a él: eso es así en literatura, en la industria de la diversión, en la prensa y hasta en lo político.

Así, los medios de comunicación reflejan esa verdad como un espejo. No debe quedar mucho espacio para inventar un nuevo «reality» . Desde el sueño de ser una gran estrella hasta cómo viven cuatro desconocidos en una casa, la televisión y radio extranjeras (y en otro sentido la local) reflejan que el ciudadano promedio es el que manda. Ese es el signo de los tiempos. En este punto no me interesa el cómo ni el por qué esta realidad descrita predomina; tampoco me propongo juzgarla.

En cambio me interesa analizar una de sus consecuencias llevada a la política, con el interés de que al tiempo que formamos nuestra propia opinión, podamos separar la paja del trigo al momento de ejercer ese sagrado derecho de elegir. El ciudadano es el rey, pero es también una abstracción, y llevada al extremo, puede ser un «reality» más confuso que divertido.

Hace algunos años un especialista argentino vino a dar charlas sobre el rol que jugó la sociedad civil en la crisis del 2001, cuando Argentina anunció el mayor default financiero que se conozca en Latinoamérica y que llevó al país austral a un verdadero tsunami político-económico, con el cambio de cinco presidentes interinos en sólo algunos meses y una hambruna generalizada.

El «especialista» argentino tenía ideas verdaderamente interesantes, pero una particularmente llamó negativamente mi atención: él se auto-presentaba como un «ciudadano-profesional» que en su propia definición era aquel que recibía paga por ocuparse de los temas públicos, en contraposición de los políticos. Aunque a muchos les pudo simpatizar la idea, a mi me parecía algo estrambótica, una idea como salida de uno de esos «reality» de los que hoy abundan, y que por más que entretengan, al terminar dejan una sensación, al menos a mí, de enorme vacío (Lipotevky): el argentino nunca supo decirme cómo el ciudadano profesional era en simple lógica formal diferente del político que buscaba «combatir».

Recientemente, en Televisión Española se puso al aire un programa que se llama «Tengo una pregunta para usted», el programa ampliamente saludado por la prensa escrita ponderando sus aportes a la sociedad española al acercar al público común los personajes más importantes de la vida política. En la primera emisión le tocó al presidente del Gobierno, José Rodríguez Zapatero, responder las preguntas de ciudadanos comunes. La entrevista tuvo un momento álgido cuando un agente inmobiliario de origen navarro lamentó que las «estadísticas macroeconómicas» defendidas por Zapatero no impedían que él tuviera dificultades para llegar a fin de mes, y en abierta represalia de «ciudadano profesional» le preguntó: «¿Sabe usted cuánto cuesta un café?» Zapatero contestó: «80 céntimos». «¡Eso era en tiempos del abuelo Pachi!», respondió el agente inmobiliario, viendo su venganza consumada. A partir de ese momento la prensa escrita, que nunca antes había dedicado tanta atención al precio de un café, se esmeró en sacarle partido a la más incómoda, pero también más intrascendente de las respuestas del mandatario español. Setenta céntimos pagó al día siguiente Zapatero en el bar del Congreso español por un café, con lo cual el presidente demostró que tenía razón. En su León natal, dijo, cuesta incluso menos.

En nuestro país, ya pasamos el camino de elegir un «igual» a la Presidencia, aún a costa del contenido y el programa. Ahora, la oposición sin originalidad y alguna prensa, quieren preguntar figuradamente por el precio del café. Son los mismos que en el pasado preguntaban: «¿Con qué se come la estabilidad macroeconómica?» Ya luego supimos muy tristemente que cuando ésta desaparece, no se come.

Si el ciudadano es rey es algo que no se pone en cuestión. Si un presidente ya no es un dios, ni un titán, es cosa loable lograda por la democracia. Si desmitificamos la presidencia y si queremos que un político se parezca más a nosotros es algo que nos debe asustar menos que el monopolio de lo político en manos de unos pocos. Nunca debe buscarse la conformidad; pero es necesario establecer la diferencia entre lo importante lo meramente «abstracto».

En mi caso voy sabiendo que me llevo bien con la vida sin que me gusten todas las cosas que en la vida veo; hay que separar lo importante de lo que no lo es y esa es mi propia tarea (la de cada uno). Más que comprobar si un Presidente sabe lo que cuesta un café, lo impostergable es que nosotros sepamos lo que cuesta verlo subir si el que decide pierde el control de lo importante. A fin de cuentas, el mejor gobierno no es el que promete más cosas, sino el que nos deja trabajar en estabilidad, el que asegura y mantiene la dichosa estabilidad macroeconómica.

La cuestión electoral en nuestro país es si podemos inventar, aún a costa de lo importante.

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