Con dos años de retraso por impedimentos de la pandemia, desde el 10 a 23 de noviembre los habitantes del país tendrán una cita con la legión de empadronadores que se dispersarán por el territorio nacional para conocer inequívocamente cuántos somos, las características de viviendas y otros detalles útiles para configurar las prioridades a atender con políticas de Estado para mejorar la calidad de vida e impulsar el desarrollo.
Un acercamiento a las particulares existenciales de millones de personas que debe aplicarse cada decenio o se pasa a quedar en la imperfección de no establecer a ciencia cierta la dimensión demográfica y la forma en que los conciudadanos cubren sus necesidades esenciales y alcanzan sus propios niveles de educación y los de sus hijos, estableciendo tasas precisas de fecundidad y defunción.
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Los censos certifican magnitudes sociales imprescindibles para diseñar políticas públicas y programas basados en cifras absolutas obtenidas en lo presencial y en el testimonio de pobladores; para no quedarse en deducciones y proyecciones estadísticas falibles, inadecuadas para ir con la seguridad de la planificación hacia el futuro que debe construirse desde ahora.
La cuenta regresiva está en marcha hacia el encuentro que contribuirá a «conocerse a sí mismo” como nación y país. Una causa que tiene a la comunidad como la beneficiaria inmediata del censo apropiadamente diseñado para llenar su cometido disponiéndose un calendario de varios días para dar tiempo a todo.