Un chapapote mental

Un chapapote mental

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Ladislao se sentó en el borde de la cama de su hotel, en calzoncillos; extendió el brazo hasta la mesita de noche para alcanzar el abultado sobre; metió la mano dentro del envoltorio de papel y sacó otro sobre más pequeño. Estaba rotulado con letras rojas: Documento No.4, Budapest, Hungría, diciembre 23, 1990; tinaja blindada; inédito. Desdobló lentamente los papeles grapados y empezó a leer: “El fin de la historia a que se refiere el señor japonés – norteamericano llamado Fukuyama es el fin o la “conclusión” de la historia entendida a la manera hegeliana. No se trata del fin de la evolución del hombre y de su capacidad de transformar las sociedades. Nada de eso. Es mas bien el fin de un modo específico de concebir la historia, de verla como un proceso con sentido o finalidad. La historia nos ha sido presentada como algo que cursa de un punto equis a otro punto indefinido que es término y, a la vez, comienzo de una nueva etapa, ciclo o desarrollo. Decir: tesis, antítesis y síntesis, es lo mismo que afirmar: la historia es un “proceso” sujeto a leyes; no un conjunto de acciones humanas regido por el azar. Eso pretendía explicar el pobre Hegel. Lo cual afectó a todos los pensadores historicistas posteriores, marxistas y no marxistas.

En todas las disciplinas intelectuales se ha vuelto a plantear con vigor el tema de orden y caos. ¿Procede el orden del caos, como se desprende de los primeros versículos del Génesis? ¿Caos y orden son realidades alternativas en el universo físico? ¿Son fases que se repiten en la vida social, en la historia humana? Las ciencias naturales y las humanidades están cogidas hoy en la misma tenaza teórica. El hombre y la naturaleza tal vez oscilen, en una pendulación perpetua, entre el caos y el orden. ¿Hay o no hay una historia universal? ¿El hombre, progresa o regresa? ¿Hace círculos o espirales? ¿Avanza y retrocede, simultáneamente? Podría ser que no haya mas que un ir y venir, como lo creía Vico. También es posible que la “historiología” arcaica esté más cerca de la verdad, esto es, que el mito del eterno retorno muestre mayor “adecuación” a la realidad que las visiones historicistas del siglo XIX; y tenga más “exactitud” que las teorías de los antropólogos culturales de nuestro tiempo.

Creer que “la historia” contiene reglas internas que “pautan” su desenvolvimiento o desarrollo es, quizás, una herencia de la antigua doctrina de las causas finales. La actitud finalista es viejísima. Sostenían los orientales que en la cadena de causas y efectos hay una coherencia íntima, algo así como un derrotero implícito, una suerte de vector. El pensar teleológico está penetrado de la creencia previa en que los sucesos tienen sentido, que son flechas lanzadas en una dirección “conveniente”. El plan de Dios está presente en todas las cosas de la creación, nos han dicho muchísimos monjes medievales. Interponemos la inteligencia divina entre nosotros y las cosas del mundo. Los científicos investigadores que trabajan para descubrir “leyes” de la naturaleza, de manera oblicua, ratifican también las leyes de Dios. Aportan una “confirmación” por vía racional.

Los hindúes, los griegos, los teólogos cristianos, los filósofos alemanes, nos han transmitido un viscoso legado intelectual. Los científicos contemporáneos lo han “enriquecido” hasta convertirlo en un chapapote mental. En medio de esa pegajosa materia estamos atrapados en este momento. En el sigo XIV se escribían libros sobre “las propiedades del cielo”. Eran libros imaginativos, ilustrados con algunas observaciones susceptibles de medición. Astronomía y astrología eran entonces la misma cosa. La cosmología actual no ha logrado extirpar del todo las especulaciones, suposiciones y conjeturas. La imaginación sigue siendo el primer paso de la investigación científica, su punto de arranque. Si aceptamos la teoría del Big – bang, o sea, de la expansión del universo, es razonable admitir la posibilidad del Big – crunch, esto es, de la extrema contracción de la materia sideral. Expansión y contracción parecen dos momentos misteriosos de una materia no menos misteriosa. Sin embargo, los estudiantes no sienten dudas y rechazan “los misterios”, sean de la naturaleza o de la historia.

La historia muy pronto habrá de ser estudiada desde una óptica nueva. Hemos dado primero gran valor a los héroes, a las minorías rectoras; luego se ha optado por conceder todos los méritos a las masas populares; después se ha preferido, por encima de cualquier otra, la interpretación económica de la historia. La mayor parte de los estudios geopolíticos del siglo XX se titulan “historias sociales y económicas”. No se han explorado todavía, suficientemente, los efectos que sobre la política tienen los sentimientos, las ideas expresadas persuasivamente, las tecnologías de comunicación. El alfabeto, el libro impreso, la radio, la TV, la telefonía, los transportes mecánicos de motor, las armas modernas, los explosivos, no suelen ser temas que importen mucho a los historiadores. Ellos menosprecian aun más los sentimientos y visiones que se afirman y difunden a través del arte, la literatura o los espectáculos. Algunos historiadores, entre ellos el oxoniense Raymond Carr, creen nula la influencia de los intelectuales en los sucesos históricos”. Al terminar la lectura, Ladislao apagó la luz, se tiró en la cama y permaneció varias horas, en obscuridad completa, antes de poder dormir.

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