Un corto relato de la tradición
de los «pajaritos fritos»

Un corto relato de la tradición<BR>de los «pajaritos fritos»

POR CAIUS APICIUS
Madrid, EFE
.- Quien se pasee hoy por Madrid verá que hay dos especies de aves que no conceden la menor importancia al ser humano, salvo cuando éste, a juicio de esas aves, representa una amenaza demasiado próxima. Se trata de las palomas y de los gorriones.

   De las palomas urbanas, justamente llamadas ‘ratas con alas’ y culpables del deterioro de muchos edificios históricos, nada diremos, pues son incomestibles; los gorriones, los simpáticos y saltarines gorriones, son otra cuestión. Hace años, por fortuna bastantes, estos pajarillos eran cazados para acabar sus días fritos en los escaparates de muchos mesones madrileños.

   La tradición de los «pajaritos fritos» en Madrid es larga. Quede constancia, por si acaso, de que el susofirmante es incapaz de comerse un pajarito de estos. Pero sí que se consumieron, y mucho, hasta no hace demasiado tiempo. Incluso, como cuenta Wenceslao Fernández Flórez (el autor de “El bosque animado”) en su recopilación de crónicas parlamentarias titulada ‘Impresiones de un hombre de buena fe’, ocuparon parte de una reunión de las Cortes Españolas.

   Fue ello que el nuevo gobierno decidió prohibir la caza, venta y consumo de los dichos pajaritos, medida generalmente bien recibida… pero que dio lugar a una interpelación parlamentaria que pretendía que no entrase en vigor esa disposición y que se pudieran seguir friendo y vendiendo en los figones los gorriones urbanos. No prosperó la petición, pero tiempo después, en los años del hambre de la posguerra, los pajaritos fritos volvieron a aparecer.

   Hoy, ya digo, los gorriones saltan por las aceras madrileñas tan campantes, porque se saben a salvo del depredador humano.    Otra cosa son los “pájaros” de alguna mayor cuantía, aunque siguen siendo muy apreciados los pequeños zorzales, hay quien sigue consiguiendo hortelanos pese a la prohibición. Los hortelanos tienen su propio rito: una vez cocinados, el comensal toma un ave por el pico, la muerde dejando en la mano la mitad delantera de la cabeza, se cubre la suya con un paño, ingiere un buen trago de Burdeos o Rioja… y deja que el pajarillo se disuelva en el vino. Una exquisitez, dicen; no sé, a mí me da cosa.

Mi catálogo de aves comestibles empieza en la codorniz, esa ave migratoria, promiscua y enamoradiza cuya caza está permitida, en España, en verano, aunque casi todas las codornices disponibles procedan de granjas, y no de la puntería de un cazador.

Hay muchas recetas para las codornices, incluso recetas muy complicadas. Yo les daré una bien sencilla, y deliciosa. Limpien bien, por fuera y por dentro, cuatro u ocho codornices. Métanles en el interior una pelota hecha con tocino, a poder ser de cerdo ibérico. Átenlas y salpimiéntenlas. Pongan en una cazuela dos dientes de ajo y una hoja de laurel con un chorretón de aceite y, cuando los ajos tomen color, incorporen las codornices y dórenlas bien por todas partes. Retiren las aves y añadan a la cazuela el zumo de medio limón, junto con unas gotas de vinagre de Jerez, a poder ser viejo. Añadan también doce uvas, y mantengan todo al fuego tres minutos. Pasen entonces por el colador, apretando bien, el contenido de la cazuela. ¡listo!.

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