Un cráneo lleno de lagartos

Un cráneo lleno de lagartos

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Mi madre tenía el hábito de sembrar plantas en macetas de barro, en tarros de cerámica, en latas vacías de aceite de olivas. Estas últimas, una vez pintadas las latas de rojo, amarillo, de azul, se colgaban en las paredes del patio. Los tarros se alineaban debajo de las latas colgantes, en posiciones que permitían “recibir” el sol de la tarde y no el del mediodía.

En los años cincuenta y sesenta era costumbre, en todas las clases sociales, cultivar plantas ornamentales: begonias, espárragos, violetas, orejas de ratón, flores de Santa Teresita, almiras y duendes, e incluso rosas y claveles, adornaban las casas de clase media. Cada cierto tiempo era necesario abonar la tierra de las macetas para que las plantas florecieran. Como el olor del estiércol es muy penetrante, las amas de casa preferían abonar con murcielaguina. El uso de abonos químicos no se había extendido todavía.

En una ocasión fui encargado de traer a la casa un poco de murcielaguina para esos modestos jardines colgantes que, desde luego, no eran los de Babilonia. El caso es que para conseguir el abono entré -previa gestión de mi padre- en unas habitaciones en ruinas que pertenecían a la Logia Cuna de América #2. Allí vivían cientos de murciélagos que todas las noches traían montones de almendras de los alrededores. El piso estaba alfombrado de cáscaras trituradas de almendras y de excrementos de los murciélagos. Con una pala recogí del piso suficiente murcielaguina y humus hasta llenar una bolsa grande. Este lugar obscuro y abandonado era usado por los masones como “Cuarto de Reflexiones”. Allí debían ir, confinados temporalmente, los aspirantes a ser admitidos en la cofradía, y someterse a exámenes psicológicos con arreglo a una rigurosa liturgia. En una esquina de la habitación más grande alcancé a ver en la penumbra una mesa triangular; sobre esta mesa de tres patas había un candelabro, un pan viejo y una calavera. Abrí la puerta completamente para que entrara mas luz y divise un cráneo pelado junto a un trozo de vela; noté enseguida que le faltaban algunos dientes en las mandíbulas. Cuando mis ojos se acostumbraron a la escasa claridad vi perfectamente dos lagartijos que salían de las cuencas de la calavera.

Las impresiones de la niñez y de la juventud suelen ser duraderas.  Esas impresiones, por lo general, son conectadas más tarde con experiencias de la vida adulta. La cabeza de un hombre que una vez miró el mundo con ambos ojos, que tuvo ideas y sentimientos, ahí estaba, sirviendo de madriguera de lagartijas. Cada vez que visito un cementerio, en algún momento, me asalta la visión de un lagartijo que asoma por las órbitas de un cráneo. Federico Nietzsche albergaba en su cerebro centenares de imágenes poéticas y de ideas abarcadoras, antes de escribirlas en libros, cartas o lecciones. Una vez muerto, su gran cabeza  de artista obsesionado podría ser asiento de arañas y gusanos. ¿Dónde va a parar toda la energía nerviosa que circula en un cerebro?

Vincent Van Gogh tenía la cabeza repleta de paisajes: girasoles, trigales, campos y montañas y cultivos y árboles; de los paisajes que veía él mismo y de los que recreaba a través de Millet. Nietzsche pasó la vida entera sufriendo dolores de cabeza; lo cual no impidió que sacara de ella la materia prima de que están compuestos sus libros. Van Gogh, según parece, llevaba lagartijos en su cabeza mucho antes de morir. Pero de sus ojos salieron lienzos, pinturas, y no lagartijos. Los comedores de papas, el famoso cuadro pintado por Van Gogh, se compone de unos personajes rústicos en el interior de una cocina. Esas figuras, sin embargo, llevan en sus rostros el reflejo del paisaje desolado en el que han transcurrido sus vidas. Franklin Mieses Burgos escribió un poema titulado Elegía por la muerte de Tomas Sandoval. Es un poema dedicado a un suicida, a una persona que decidió arrojarse al mar. En un paso del poema, leemos: “los peces hambrientos se comieron el último paisaje de sol que había en tus ojos” La radiación que nos deja percibir los colores requiere del ojo y del cerebro para “componer” un paisaje.

Mueren hombres buenos, ocupados de continuo en realizar obras que hagan mejores a los demás; también mueren pensadores empeñados en meter el mundo en una cuadricula; mueren pintores embarcados en la tarea de duplicar la realidad. ¿Qué fuerzas electromagnéticas o que compuestos químicos bullen en las cabezas de estas tres clases de sujetos? ¿Qué energía misteriosa les mantiene fieles a sus respectivos destinos? ¿Por qué se plantean e imponen trabajos de ejecución imposible? Para estos enigmas no tenemos respuestas. Como es obvio, es inútil interrogar cráneos  o lagartijos.

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