Un cuento para antes de Navidad

<p>Un cuento para antes de Navidad</p>

BEATO LEO
¡Púm! ¡Se abre la subasta!- declaró el notario dando un martillazo sobre la mesa de alabastro. – Empecemos por el cuadro del hijo del anticuario. ¿Quién hace la primera oferta?

– Empecemos por esos dos Rembrandt y ese Picaso a sus espaldas- gritó Warren Segal, un millonario de Long Island.

Sam Fairchild, el viejo anticuario, era uno de los hombres más acaudalados de Nueva Inglaterra. Había acumulado una fortuna y poseía una de las colecciones privadas más completas del mundo. Rubens, Dalís, Goyas, Velásquez. Su hijo, Tom Fairchild, era un héroe nacional que dió su vida tratando de salvar a su compañero de armas, el Teniente Richard S. Sullivan, durante un intenso combate en la guerra de Irak. La compañía bajo su mando había caído en una emboscada y Tom se echó a sus espaldas a Sullivan cubriéndolo con su propio cuerpo después de éste haber sido alcanzado por una granada. Lo arrastró cuesta abajo hasta ponerlo a salvo recibiendo el impacto de las balas enemigas y muriendo en el acto. Recibió póstumamente la Medalla de Honor del Congreso norteamericano que fue depositada sobre su féretro durante los honores militares en el Cementerio de Arlington, al otro lado del Río Potomac.

– Sr. Fairchild- sonó la voz – acepte este obsequio en honor a su hijo. El me salvó la vida y yo plasmé su efigie en este lienzo. Cuando el anticuario se dio media vuelta se encontró de bruces con el Teniente Sullivan y, al contemplar el rostro de su hijo fielmente pasmado en el cuadro, perdió el balance y casi se desmaya. Si no hubiera sido por el propio Sullivan su cabeza hubiera chocado con el pavimento a los pies de la tumba de su hijo apenas a un tiro de piedra de la tumba del presidente John F. Kennedy. Desde allí se divisa toda la ciudad de Washington. Sus ojos se llenaron de lágrimas al contemplar el azul acero de las pupilas de su hijo que resaltaban con el azul del cielo de aquella mañana de abril cuando los cerezos japoneses se lanzan en carrera desbocados a conquistar la ciudad de Washington. Estos cerezos le abren la puerta a la primavera cada año en esta ciudad considerada por algunos como la capital del mundo contemporáneo.

Antes de enrolarse en los Boinas Verdes Richard Sullivan había exhibido sus pinturas en el Museo de Arte Metropolitano de Manhattan donde sus oleos y acuarelas eran ampliamente cotizados.

– ¡Pum! ¿Quién hace la primera oferta?- volvió a vociferar el notario dando otro martillazo sobre la mesa.

Ni una palabra. Todo el recinto parecía una galería de cartujos amaestrados. El salón estaba repleto pero a nadie se le ocurría decir ni una palabra.

– A ver… ¿a quién se le ocurre hacer la primera oferta?-insistió el rotario enterrando su nariz de sefardita en el micrófono.

– Ofrezco todo lo que tengo en el bolsillo- gritó un hombre desde las afueras del recinto. Se trataba del jardinero del anticuario.

– Por fin ya tenemos la primera oferta- exclamó el notario desde su nariz como si fuera una corneta flamenca con un deje neoyorquino. El que había hecho la oferta vestía como un obrero cubano, sombrero de guajiro de puro guano, pantalones de caqui brincacharcos y una camiseta de algodón con manchas de tierra seca en las espaldas.

– ¿A cuánto asciende su oferta?

– A todo lo que poseo en esta vida- susurró el jardinero con cara de indocumentado.

– ¿Y cuánto posee usted en estos momentos para atreverse a hacer la primera apuesta? $20,000 dólares? Cincuenta mil euros?

El hombre se metió la mano en el bolsillo derecho y extrajo un billete con la efigie de Hamilton batiéndolo en el aire como si se tratara de una bandera cubana.

– ¡$10!

– ¿Ha dicho $10.000 dólares?- vociferó el notario desde latribuna.

– ¡Diez dólares!. Es todo lo que tengo en esta vida.

Se escuchó un siseo en el recinto como cuando alguien profiere un insulto en medio de una catedral gótica. El notario no tuvo mas remedio que continuar con la subasta. La ley le obligaba a proceder sin hacer ningún comentario.

– ¿Quién hace otra oferta? ¿Quién hace otra oferta?

¿Cincuenta dólares? ¿Cien? ¿Doscientos? ¿Mil dólares por el cuadro? Se podía escuchar el zumbido de un mosquito africano.

– A la una! ¡Diez dólares! ¡A las dos! ¡Diez dólares! A las tres… ¡pun! El cuadro es suyo.

– Además, la colección completa es también suya. ¡Un total de 500 millones de dólares constantes y sonantes!

– ¿Cómo es posible semejante disparate?- preguntó una señora que había viajado desde Boston a participar en la subasta.

– Porque el Sr. Sam Fairchild, el anticuario, fue muy específico en su testamento: “El que compre el cuadro del hijo se lleva el resto de la subasta”.

(Juan 3:16: “Porque tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito para que todo aquel que en él cree no se pierda sino que tenga vida eterna ).

– ¡Pun! Se acabó la subasta!

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