Un cumpleaños peleado

Un cumpleaños peleado

Era la víspera del primer día de septiembre de 1966 y Alicia Balaguer Ricardo nos llamó. Al llegar a su casa la encontramos con doña Ramona Noboa de Simó. Armaban, me dijo Chichita, una fiesta con motivo del natalicio del Presidente Joaquín Balaguer. Aunque hoy día carezco del testimonio de ellas para sostener cuanto diré, les aseguro que esbocé mis dudas. No había hecho estudios de la personalidad de Balaguer. Pero en 1961 acudí a su residencia para felicitarlo con motivo del cumpleaños y se mostró escasamente receptivo al saludo.

Un mohín más que sonrisa quedó trunca en sus labios y me marcó para el porvenir. Me explicó que debió desatender perentorios asuntos de Estado para recibir funcionarios que acudieron a saludarlo. Y me dio a entender que esas felicitaciones carecían de importancia. Ahora, tras unos meses de ajetreos proselitistas, me volvía aquella cara a mi mente. La hermana, lo mismo que la vecina, rechazaron mi argumento. “No lo conoces”, alegó la hermana. La apreciada vecina, de tanta confianza que se acostumbró a entrar sin aviso por el patio trasero, me recordó que él era poeta. Aseguré que estaría presente, pero el Dr. Merengue que hay en cada quien, me pidió cautela en la saludadera.

Una orquesta de Cámara se ubicó la tarde siguiente en la parte posterior de la marquesina. Su director, don Manuel Simó, esposo de doña Ramona, dirigiría el conjunto orquestal y tocaría uno de los violines. Los músicos eran integrantes de la Orquesta Sinfónica Nacional. Que recuerde, entre aquellos se hallaba el excelente amigo don Francois Bauad.

Interpretaron criollas y valses, para complacencia de privilegiados invitados. Coordinaron tocar la criolla Lucía, interrumpiendo lo que estuvieran interpretando, tan pronto se asomara al portón, el vehículo presidencial.

Los acordes de la música de Machilo Guzmán, que sugerían los versos de Balaguer, ya se escuchaban, cuando el vehículo se detuvo. Observábamos desde cierta distancia y vimos que una amplia sonrisa se desdibujaba en el rostro. De pronto, como si recién entonces se daba cuenta de lo que acontecía, protestó. Adujo que no debían molestar a los presentes por una fecha que carecía de importancia. Pidió a los músicos que cesasen aquella interpretación y con paso ligero subió el peldaño hacia la galería, ganó el espacio de la sala de recibo y presto ascendió por la escalinata.

Permanecí un rato contemplando al grupo, desconcertado, que procuraba escurrirse. Confusos, los músicos no sabían a qué recurso acudir. Por mi parte entré a la casa por la puerta trasera y ocupé una de las mecedoras del saloncito reservado a este tipo de mobiliario. Allí permanecí a la espera de Chichita que, cuando terminó de dar satisfacciones a los músicos e invitados, entró a su casa.

Cuando pasaba a mi lado, fue parca. “Las cosas de tu amigo Elito. ¡Qué cosas!”. Y no se detuvo hasta llegar al umbral de su habitación. Desde allí volvió la mirada para decirme “nos vemos después, Pedrito. ¿Y Ramona?”. No esperó respuesta que, no tengo por qué explicarlo, tampoco la interrogante la requería. Porque habiendo concluido casi en una batalla, ninguno de los asistentes al cumpleaños sintió ganas de permanecer, al menos por esa tarde, en la casa.    

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