Un cura magistral

Un cura magistral

PEDRO GIL ITURBIDES
Como don Quijote de la Mancha, también Juan Pablo II fue un rehacedor de entuertos. Quiso éste, como aquél, retorcer lo torcido para volverlo derecho, y como aquél estaba en el camino de los reencuentros. La muerte lo sorprendió mientras conducía a la Iglesia con renovado vigor, por las rutas del ecumenismo. No fueron únicamente el recibo o las visitas protocolares a jefes eclesiales frente a los que siglos de encono interpusieron diferencias insalvables.

Fue, más que ello, el paciente trabajo de preparar documentos en que los cristianos de varias denominaciones admitiésemos que una raíz nos explica y una fe nos alienta, lo que testimonia su empeño de dar comunidad viva a los cristianos. Y ante aquellas confesiones que por su percepción del Creador y la relación de El con sus creaturas nos resultan más distantes, recordó que es el amor lo que debe atarnos.

Pasó de la adolescencia a la madurez con Polonia ocupada por las fuerzas alemanas instigadas por Adolfo Hitler. Contempló la crudeza de la persecución nazi contra los judíos. Vivió los horrores de un pueblo que, aunque apartado dentro de las sociedades, rendía culto y alabanza al mismo Dios al que ya él servía desde el altar. Contempló cómo eran perseguidos y encerrados, por el único delito de practicar el trabajo, cual que fuere su objeto, como medio de riquezas.

Tal vez aquellas traumáticas vivencias se convirtieron en aliciente para la empeñosa actividad ecuménica en que se encontraba inmerso, pese a sus padecimientos. Hanna Mandelberg recuerda a sus 72 años, cómo los católicos polacos la protegieron de la persecución judía. Las monjas del convento de santa Ursula, ha dicho con motivo de la muerte de Karol Wojtyla, la acogieron y protegieron en tanto duró la persecución nazi. Y del mismo modo que a ella, a muchos judíos más.

Por lo mismo que vio caer inocentes a sus pies, o llegar hasta las puertas del seminario en que hacía votos o al templo donde luego ejercería, repudió la guerra. Su último gran intento por frenar un conflicto fue su intervención por Irak. Más que sumarse a la posición de gran parte de las naciones europeas, izó banderas de pacifismo, presagiando que el belicismo despertaría las luchas que ahora tienen lugar. Se ha sabido tras su muerte, que esta misma intervención la tuvo para evitar enfrentamientos guerreros entre países diversos, como en el caso de Argentina y Chile, apenas iniciado su pontificado.

Asumió con diligencia el mandato que diese Jesús a sus apóstoles, en el sentido de que debían ir por el mundo enseñando el evangelio. Su largo pontificado hizo posible gran cantidad de documentos esenciales a la orientación de los cristianos. Sus viajes, sin duda, fueron parte del cumplimiento de ese mandato.

Pero es su intervención por la libertad del pueblo polaco lo que se recordará por siempre de su gestión al frente de la Iglesia. Instrumento del Altísimo, los resultados de un proceso en que sus palabras fueron las de un pastor de almas aunque sus gestos los de un político, cambiaron la faz del mundo contemporáneo. Aquella obra por el pueblo polaco repercutió sobre los pueblos de la Europa oriental, determinando la fragmentación pacífica de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Fue en esta labor, en donde su palabra cobró la firmeza y la fuerza de las de Nuestra Señor en el templo, en la que nació para él una nombradía imperecedera. Esta obra, debida sin duda a la misteriosa acción divina sobre el devenir humano, lo consagró como paladín de una esperada fraternidad de prójimos. Aquí no sólo se enfrentó a los molinos, sino que a diferencia del caballero de la Mancha, rompió sus álabes y destrozó sus aspas. Con tan sólo la palabra.

Publicaciones Relacionadas

Más leídas