Un «desgraciado»

Un «desgraciado»

POR CAIUS APICIUS
MADRID (EFE).- Apenas hace unos días supe que en Madrid, o eso dicen ya que yo nunca lo había oído, se llama un «desgraciado» (pronúnciese «desgraciao») al mejunje hecho de café descafeinado, leche desnatada y sacarina con el que desayunan miles de ciudadanos no sólo en la capital de España, sino en todo el planeta.

Bueno, pues yo soy casi un desgraciado… porque si anteponen a la palabra desnatada el prefijo «semi», es lo que, además de un zumo de naranja y unas tostaditas con mantequilla, tomo yo cada mañana para desayunarme.

Dejando aparte cuestiones de salud, la cosa no está tan descaminada. Si uno sale a desayunarse al bar de la esquina, y no todos los días va a la misma esquina, se puede encontrar con cafés con leche de una variedad de sabores, y no todos satisfactorios, impresionante. Dependerá del café que usen, de la leche que tengan, del tipo de cafetera, y hasta de la marca de edulcorante que compren.

Porque en una cafetería española uno puede pedir el café de mil maneras: solo, solo corto, expreso, «ristretto», cortado, manchado, corto de café, americano… Puede elegir entre endulzarlo con azúcar o con algún edulcorante. Pero no puede elegir qué café toma: hay uno, y basta. Ojalá pudiera yo llegar a la barra y pedir «un Colombia», o «un Blue Mountain», o «un Hawaii Kona». No: hay el que hay, y sanseacabó.

¿Leche? Pues… la que haya. Entera, normalmente. Y de la marca que mejor convenga a la cafetería, es decir, que en cada una se toma uno una leche distinta. Y aunque la leche, en principio, venga de las vacas –las otras, a la hora de desayunar, se circunscriben al medio rural–, cada marca sabe a su madre y a su padre.

O sea, que del brebaje más solicitado en España a primera hora de la mañana, el café con leche, uno puede elegirlo casi todo… menos, precisamente, el café y la leche. ¿Absurdo?… pues seguramente, pero real como la vida misma.

Entonces, uno decide pedir un descafeinado, aunque tampoco las tiene todas consigo, porque hay una cantidad de marcas espeluznante, y cada una sabe a una cosa distinta.

De modo que, en su casa, va y usa siempre la misma marca de café descafeinado –para el café de sobremesa, yo suelo usar el jamaicano–, la misma marca de leche «semi» y, faltaba más, de edulcorante; así consigue que el café con leche matutino le sepa siempre a lo mismo y llegue a tener lo que llamamos «sabor de hogar».

Un matiz más: he dicho que tomo unas tostadas con mantequilla. Mantequilla, o sea, manteca de vacas, no margarina vegetal. No me gusta. Decir en España hoy que uno toma tostadas con mantequilla es caer en desgracia: lo que está de moda, lo sanísimo, es tomar tostadas con aceite virgen de oliva.

Me encanta el pan con aceite; pero para desayunar, no. Tengo el vicio de «mojar», es decir, de mojar las tostadas bien mantecadas en el café con leche (bueno: en el semidesgraciado); pero me repele la idea de meter aceite en el café. Manías, sin duda; pero manías muy arraigadas. Además, qué caramba, me encanta la buena mantequilla. Y me sienta muy bien, encima.

Total, que según mis amigos «puristas», soy un desgraciado. Pues, qué quieren que les diga: sé a qué me va a saber, cada día, el café de mi desayuno… cosa de la que ellos, con toda su «naturalidad», jamás podrán estar seguros.

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