Un discurso  presidencial es bueno cuando llega  directamente al corazón desde el corazón

Un discurso  presidencial es bueno cuando llega  directamente al corazón desde el corazón

A fin de cuentas, decía Theodore C. Sorensen, el célebre escritor de discursos del presidente John F. Kennedy, lo que hacía bueno a un discurso en 1940 o 1961 no es muy diferente de lo que hace bueno un discurso en 2008.

   «Hablar desde el corazón, al corazón, directamente, en forma no muy complicada, con frases relativamente cortas, con palabras que sean claras para todos», decía de la retórica política como una de las bellas artes.

   «Siempre he dicho que un modelo de declaración hecha por un dirigente son las siete palabras pronunciadas por Winston Churchill sobre la caída de Francia: ‘Las noticias llegadas de Francia son malas.’ Así fue como empezó su discurso ante el país. Muy directo, honesto, sin confundir lo que estaba diciendo, pero al mismo tiempo muy conmovedor.»

   Hay un largo camino desde Winston Churchill hasta Barack Obama que, con su discurso victorioso en Iowa, hace 10 días, les recordó a los incrédulos que incluso en la era de TiVo, de YouTube y de Yahoo News, sigue habiendo mucho poder en la retórica interpretada con elocuencia y pronunciada con habilidades oratorias.

   Empero, si el ascenso de Obama demostró el poder del discurso político efectivo, también mostró cuánto sigue evolucionando la forma y cuán tentadoramente impreciso sigue siendo el vínculo entre un gran discurso político y una gran carrera política.

   Desde hace mucho tiempo, los estadounidenses han sentido tanto respeto como opiniones encontradas sobre el discurso político. ¿Inspiración o ampulosidad? Usted elija. Gran parte de la la política del siglo XIX estuvo dominada por célebres maestros de la dorada retórica política, como John C. Calhoun, Henry Clay y Daniel Webster. Junto con William Jennings, que se extendió hasta el siglo XX, todos eran oradores extasiantes, versados en la retórica clásica. Empero, a pesar de su reverenciada condición de oradores, ninguno de ellos logró ser elegido presidente.

   Por otra parte, el hombre que suele considerarse el autor del mejor discurso de Estados Unidos, Abraham Lincoln, es más conocido por la elocuencia y precisión de sus palabras que por el agudo tono nasal de Kentucky con que las pronunció. El discurso de Gettysburg tiene menos de 300 palabras de extensión.

   El siglo pasado tuvo menos oradores, pero más oradores cuyas palabras se traducieron efectivamente en un liderazgo duradero. En 1999, un estudio de 137 destacados académicos sobre el discurso público de Estados Unidos produjo una lista de los 100 mejores discursos políticos del siglo pasado, encabezada por el discurso «Yo tuve un sueño» de Martin Luther King Jr., en 1963, seguido por el discurso de toma de posesión de John F. Kennedy en 1961, el de Franklin D. Roosevelt en su primera toma de posesión, en 1933, y su declaración de guerra el 8 de diciembre de 1941. Junto con la oratoria de Ronald Reagan, esos cuatro discursos destacan como recordatorios distintivos de que las palabras pueden mover a la gente y transformar la historia. (El número 6 de la lista era el discurso de Richard Nixon sobre su perrito Checkers, en 1952, lo que demuestra que los buenos discursos no siempre son aquellos de ideas o retórica elevadas.)

   Los observadores se amontonan para alabar la capacidad de Obama para pronunciar discursos inspiradores. No es difícil percibir en su discurso triunfal de Iowa ecos de la urgencia moral de King, del llamado generacional a la grandeza en tiempos difíciles de John F. Kennedy y Robert F. Kennedy y de la visión risueña de unos Estados Unidos unificados que evocaba Reagan.

En parte de iglesia negra, en parte positivismo estadounidense a la «sí se puede», los discursos de Obama parecen confeccionados para hacer vibrar en forma casi inevitable alguna fibra tierna del alma estadounidense.

   Y en una sociedad en la que dependemos tanto de los medios de comunicación aparte del habla, y donde el lenguaje abreva sus ejemplos en el alboroto informal de la cultura popular, una razón de que él se vea tan deslumbrante es que el nivel general de la habilidad retórica ha caído hasta ahora, explica David Zarefsky, profesor de estudios de comunicación en la Universidad Northwestern.

   También ayuda el hecho de que Obama sea un brillante escritor por su cuenta y que uno de sus principales redactores de discursos, Adam Frankel, haya pasado gran parte de los últimos seis años inmerso en el lenguaje de la era de Kennedy, mientras trabajaba con Sorensen, cuya vista quedó gravemente limitada a consecuencia de un infarto, en sus memorias de próxima aparición.

   ¿Un buen discurso hace a un buen líder o político? La semana pasada, Hillary Rodham Clinton claramente respondió que no necesariamente, señalando, con una frase que tomó de Mario Cuomo, que «se hace campaña en poesía, pero se gobierna en prosa».

   Pero Sorensen, que apoya a Obama, dijo que había un auténtico vínculo entre la oratoria inspirada y el liderazgo inspirado.

   «La cualidad más importante para un presidente, como lo demostraron Kennedy y Roosevelt, no es a cuántos votos de nómina responde sentado en el senado, sino su capacidad como un líder que puede movilizar al pueblo, inspirarlo, galvanizarlo y levantarlo hacia la acción», explicó. «La capacidad de inspirar y emocionar al público en la ruta de campaña es una de las razones por las que pienso que Obama será un éxito como presidente.»

   Esta habilidad de comunicación es aun más importante ahora, cuando el próximo presidente se enfrentará a la tarea no sólo de conquistarse al país, sino también de reconstruir la estima por Estados Unidos en todo el mundo, añadió.

   Pero hay quienes no están tan convencidos. Kathleen Hall Jamieson, directora del Centro de Políticas Públicas Annenberg de la Universidad de Pennsylvania, señaló que hay muchas formas de discurso político. En tiempos de Clay, Webster y Calhoun, discurso político significaba oratoria política. Ahora puede significar las sesiones de preguntas y respuestas en las que se genera empatía y que la semana pasada ayudaron a Clinton y al senador John McCain, así como los debates televisados y las entrevistas ante las cámaras.

   Jamieson dijo que Obama destaca en discursos leídos en el apuntador ante un público masivo, no necesariamente en otras formas. Y sus mejores discursos, agregó, son ejemplos de retórica demostrativa o ceremonial, el género que asociamos con convenciones, funerales y ocasiones importantes, a diferencia del lenguaje deliberativo de la toma de decisiones o el lenguaje forense de argumantación y debate.

   Estos no necesariamente significa, digamos, convencer de leyes importantes, habilidad que, por ejemplo, dominaba Lyndon Johnson, quien difícilmente era un orador convincente.

   «No es el tipo de discurso que permite una predicción valiosa sobre la capacidad de gobernar del orador», advierte. «No quiero decir que no prediga nada. Sí predice. Pero los presidentes tienen que hacer mucho más que eso.»

  Y, como señaló Zarefsky de la Universidad Northwestern, ha habido grandes comunicadores políticos que eran oradores mediocres, como Bill Clinton, por ejemplo, cuyo interminable discurso en la convención demócrata de 1988 seguramente estará en la lista de los 100 peores discursos del siglo pasado, si alguien decide levantarla.

  Jamieson señala que, pese a todo el alboroto por el discurso de Obama, la retórica política tradicional es un arte en decadencia. Los candidatos tienen otras formas de enviar sus mensajes, las imágenes pueden significar tanto como las palabras, y poca gente observa los discursos políticos importantes. En los años cincuenta y sesenta, los candidatos presidenciales todavían se vendían en discursos de cinco minutos en los anuncios de campaña. Ahora, sus discursos básicamente son una forma de destacar la frase célebre de 15 segundos, que esperan llegará al noticiero, o vehículos para que los analistas de la televisión se entusiasmen por discursos que la mayoría de los televidentes no vieron.

  Una cosa que le funciona a Obama, según los expertos, es el grado de inquietud en la cultura. La buena retórica por lo general atrae a los oyentes que están hambrientos de una visión, un bálsamo o — la palabra inevitable de este año — un cambio. También puede ayudar que su visión y sus influencias resuenen con particular fuerza en la caja de resonancia de los medios. El eco ingenioso de Kennedy y King pueden emocionar más a las clases parlanchinas que, digamos, los ecos de Reagan o de Billy Graham.

  Con todo, como lo probó la sorpresa de Nueva Hampshire, es demasiado pronto para tener idea de a dónde conduce la poesía retórica de Obama. Después de todo, quien logra despertar las esperanzas con la promesa de cambio pagará un precio muy elevado si no la puede cumplir. Y en la batalla campal de los medios, en ocasiones resulta que a la elocuencia verbal más sublime, al menos durante una semana, se le puede ganar con un momento íntimo y personal, al estilo de Oprah, en el noticiero nocturno.

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