Un estimulante del apetito

Un estimulante del apetito

El siguiente relato es original de mi amigo José Suárez Pizano, alusivo a las ilusiones que forjó un limosnero ante la invitación que le hizo una millonaria.

    Joven, y de extrema delgadez, estaba parado en el parqueo de un supermercado, esperando que los que salieran del establecimiento le dieran dinero.

    Además de flaco, el hombre cargaba una prematura jorobita, semejante a la que lucen las manecillas de los relojes cuando marcan las seis y diez minutos.

    La vestimenta del infeliz era andrajosa, y su barba copiosa evidenciaba que hacía mucho tiempo que por su rostro no se deslizaba el filo de una hoja de afeitar.

    De pronto, sus ojos divisaron a una bella mujer con apariencia de cuarentona, en cuyo físico aparecían las características de las que dedican horas  a sesiones gimnásticas.

    La dama, que vestía con refinada elegancia, le hizo un gesto que indicaba que la siguiera, lo que hizo el desbaratado con presteza de hambriento.

    La vio abrir la puerta de un auto lujoso, y con suavemente imperativo ademán le ordenó que ocupara el asiento trasero.

      La señora posó su bien distribuida anatomía frente al volante, encendió el vehículo, iniciando un recorrido que detuvo en la marquesina de una mansión, custodiada por un corpulento guardián armado de escopeta.

    Por la mente del individuo que atravesaba la famosa catarata, no en bicicleta, sino a pura patica, cruzó una caótica sucesión de pensamientos ante aquella inesperada y jamás presentida situación.

    Conocedor de su esmirriada figura de huérfano del tenedor y el cuchillo, y de los efluvios malolientes que brotaban de su cuerpo, alejado de la higiénica combinación del agua y el jabón, descartó inicialmente que la recién conocida se sintiera atraída por él.

    Pero luego consideró que como en el mundo todo puede suceder, quizás la adinerada mujer gustara de los hombres jóvenes, aunque fueran  flacos, encorvados y con sobacos agresores de narices, como era su caso.

    Siguió a su acompañante cuando ésta entró en la casa, y se sentó en un sofá de la sala, cuando ella le ordenó que esperara allí.

    Tras penetrar a las habitaciones del fondo de la residencia, la atractiva mujer retornó con un niño delgado de unos ocho años, de quien dijo que era su hijo, y señalándole al visitante, le advirtió: si continúas dejando de comer, te vas a poner como ese hombre.

    Poco después, el a pesar de todo afortunado limosnero abandonaba el lugar con una papeleta de doscientos pesos en sus bolsillos.  

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