Un gran adiós para un gran hombre

Un gran adiós para un gran hombre

JOSÉ MIGUEL MORILLO TEJADA
Nunca olvidaré la llamada de mi padre, aquella noche del 27 de octubre, para decirme que don Huáscar Rodríguez había fallecido. Los latidos de mi corazón aumentaron estrepitosamente por tan fatídica noticia, y con lágrimas en mis ojos y voz compungida solo le pude responder: «me has dejado clavado en el piso».

Para mí, nada pudo se lo mismo a partir de ese momento en que tuve que retirarme a un lugar solitario de mi hogar a dar riendas sueltas a mi llanto, y ahogado por el inmenso dolor pude ver el rostro amoroso de Dios al recordar la experiencia que durante siete años compartimos, que conservaré para siempre como un gran legado suyo.

Me abrió las puertas de su despacho con una gran responsabilidad. Satisfacer las necesidades de salud, pensiones y riesgos laborales de sus empleados, hubiese sido un gran reto para mí de no haber contado con su apoyo incondicional en favor de tantas familias que dependíamos de él. Por eso no me reservo el mérito al deber cumplido, ya que si logramos colocar sus empresas a la vanguardia de la Seguridad Social en nuestro país, ha sido su preocupación, su deseo, su obra.

Pero lo más significativo para mí, fueron las largas horas que me dedicó enseñándome el camino de crecer dentro del empresariado dominicano, a descubrir la falsedad que se oculta detrás de la sonrisa que ofrece el adulador o el oportunista, a vencerlos con su más evidente atributo: la sinceridad.

Las múltiples ocasiones que me distinguió como uno de tus principales ejecutivos, carecen de importancia para mí frente aquellas ocasiones en que me citaba con carácter de “urgencia” en sus oficinas de Santiago, para escuchar mis recomendaciones antes de emprender un nuevo proyecto o simplemente para conversar conmigo de cosas que nada tenían que ver con el trabajo y que sin lugar a dudas le servían de desahogo.

Uno de esos memorables días en que me recordaba sus expectativas sobre mi gestión empresarial, me dijo: “noventa y nueve centavos no es un peso”. Sabias palabras que me acompañan siempre en cada proyecto que realizo, desde el momento en que pude asimilar su contenido filosófico al observarlo por varios años, hasta descubrir el significado en su extraordinaria vocación al trabajo, a la familia, al valor que tiene la palabra empeñada y la responsabilidad en sus actuaciones, virtudes propias de los hombres que intentan llegar a la plenitud de la perfección.

Las ocasiones en que tuve que representarlo en varias instancias de la vida pública, constituye la mayor satisfacción que haya vivido durante mi actividad profesional y si tuviera la oportunidad de volver a hacerlo lo haría con mucho más entusiasmo, dedicación, honestidad y respeto.

Mi agradecimiento por permitirme estar a tu lado y aprender tanto de ti, que vaya siempre contigo, cuando hoy debo dejarte partir con un ¡Adiós, gran jefe!

Durante mi experiencia a su lado también pude descubrir en el amor que les manifestaba a sus hijos, la importancia que tiene la familia como principal elemento en toda sociedad, cualidad solo visible en los hombres que abrigan en su corazón un gran espíritu. Con la sencillez que esculpió en ellos, les vieron compartir con singular esmero, parte de su fortuna en aquellos que no tenían un padre, al preocuparse siempre por los más necesitados, la educación, el desayuno escolar, el deporte y la seguridad ciudadana de su pueblo, su país, su patria.

Tuve el honor de conocer en su despacho a las monjitas que eligió para antender a los ancianos del asilo que construyó en Jarabacoa, desde ese día me sentí motivado al ver de cerca la labor social que realiza la Fundación Huáscar Rodríguez Herrera y descubrir que su destino era ayudar a los pobres, en franca humildad.

Sus significativos aportes a la Policía Nacional, permanecen presentes en los destacamentos que construyó o remodeló en muchos lugares de nuestro país. Pocos fuimos testigos, que discretamente realizaba aportes en equipos de comunicación, transporte y logística, en apoyo a la lucha contra la criminalidad.

Cuando le sepultamos, el pueblo católico conmemoraba el día de San Judas Tadeo, patrono de la Policía. Me hizo recordar, aquel día en que se sentía agobiado por la rigurosidad de su tratamiento, le dije que quizás era tiempo de un retiro glorioso y que era el momento propicio porque sus empresas se encuentran en buenas manos, en las manos de sus hijos. Me respondió con la espontaneidad que le caracterizó siempre: «mis médicos me recomiendan eso, y lo he pensado, sin embargo cada día al levantarme, siento un dedo de Dios sobre mi frente que me dice: ¡Tira pa’lante!».

Por sus obras conocí el verdadero significado de la fe. Que su valor es entregar; no es sentir, sino saber; no es poseer sino darse. Por la Fe partimos a la llamada de Dios sin ver la meta, convencidos de que con ella llegamos a un buen destino.

Me tranquiliza el hecho, de que su vida no pasó desapercibida para Dios, quien de las manos de San Judas Tadeo llegó a las puertas del cielo, abiertas para él con la promesa del descanso eterno.

Mi admiración de ver en ti que tu fe era más grande que tu patrimonio, que vaya siempre contigo cuando hoy debo dejarte partir con un fraterno ¡Adiós, gran padre!

Su amistad con mi padre me la hizo saber con hechos más que con palabras. Fuí un beneficiado perpetuo de esos lazos sinceros. Fue un sentimiento recíproco entre ellos, porque también me lo hizo saber. No tengo palabras para describir la fortaleza de tan singular entrega, pero siempre recordaré lo necesario de un amigo, que a pesar de la distancia podían contar incondicionalmente el uno con el otro.

Aquel día en que conversando llegó de improviso uno de sus grandes amigos, Simón Tomás Fernández. Sorprendido me quedé, cuando le dijo: «Ese es como un hijo mío, hijo del general Morillo López, tu gran amigo».

Entre abrazos y alegría nos confundimos los tres en un ambiente acogedor en que resaltaba con sinceridad y respeto, el grado de amistad que les unía con mi padre. Al salir de su oficina nunca olvidaré su despedida: «llévese siempre de su papá» y mucho menos olvidar, que me llamó «hijo».

Satisfecho de la amistad que siempre practicaste, hoy que inevitablemente debo dejarte partir, te digo de corazón ¡Adiós, gran amigo!

Tal como expresó el padre Travieso en el novenario en memoria de su alma, Don Huáscar fue realmente un ser excepcional. Durante su trayectoria empresarial cultivó grandes éxitos pero ninguno pudo desplazar su condición de hombre laborioso, solidario y humilde, virtudes propias de los hombres justos, sólo de los grandes hombres.

Siempre recordaré a Don Huáscar como lo que fue. Un gran jefe, gran padre y gran amigo.

Paz a tus restos.

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