Conocí a un hombre de alma inigualable y muy considerada. Sus pensamientos e intenciones eran puros como la blancura de los cielos en pleno verano.
Jugaba con el viento y sonreía a los pájaros con el rostro de un niño alegre, manso y humilde. En sus manos llevaba el bien, la compasión y el amor por los demás. Sembraba flores y caminaba con los débiles por los senderos del sufrimiento. Trabajó siempre de sol a sol. Nunca probó el pan sin el precio del sudor.
En los tiempos oscuros, su casa sufría los embates de las lluvias y los relámpagos desoladores.
Para llegar a su puerta debía batirse entre el cieno y la mugre.
Su entorno, habitado siempre por los perros tristes, fue el abandono de quienes lo prometieron todo pero que nunca hicieron nada.
Cuando enfermó, vagaba por los caminos sustentado en un rústico bastón y mirando los senderos como si ya no quedara esperanza para él y el mundo.
No conoció la ambición, la hipocresía y, mucho menos, la injusticia.
Aunque fue ciudadano ejemplar, lo condenaron a la privacidad de la vida tal como Dios manda. En su día a día lo sustentó la Providencia. Sin palabras en mi boca, yo asistí a su funeral.
Fue una humilde tumba arropada de maleza y compuesta por un polvo amarillento saturado de otros muertos.
Dentro del ataúd, el de más estrechez entre todos, fue la primera vez que se vio sin el ropaje del explotado obrero.
Esa tarde, todo hubo que hacerlo a prisa. Nubes amenazantes enviaron un viento frío y las hojas corrían desesperadas.
Sobre el lomo de una deslustrada cruz blanca, un apellido sin importancia y una fecha llena de pesares. Yo vi que murió triste, solitario y muy abandonado.