Una noche del año 1964 compartíamos tragos en un restaurante de la calle El Conde un grupo de amigos del barrio San Miguel.
Uno de los participantes en la tertulia cervecera se caracterizaba por su adhesión a los postulados de la ideología marxista leninista.
-Tuve una actuación hace unos días con una tipa que debe andar por los treinta años de edad, pero que tiene un cuerpo de finalista de concurso de belleza, y una carita de modelo de anuncio de jabón de tocador, que todavía no sé si me porté como revolucionario, o como hombre de sentimientos nobles- dijo de repente, tras lo cual permaneció callado durante aproximadamente un par de minutos.
-Acaba de contar lo que te pasó con ese monumento de mujer- se apresuró a pedirle uno de los contertulios.
-Tengo que admitir que me da un poco de vergüenza relatar ese suceso, porque conozco la tendencia a las bromas pesadas de la gente que tiene una buena cantidad de cerveza en el almacén estomacal- dijo el aludido, con la cabeza ligeramente agachada, como niño regañado por sus padres.
-Deja ese jodío suspenso, que no eres ningún director cinematográfico, y dinos lo que te pasó- intervine, al mismo tiempo que le aplicaba una suave palmada en un hombro, tratando de que superara su indecisión.
-Pues bien, ella es dependienta de una tienda que visité para comprar una caja de pañuelos, y como hombre progresista frente a una mujer del pueblo, elogié de manera encendida sus encantos, a pesar de que me había dicho que era casada- relató, con pícaro amago de sonrisa en el rostro.
-Resulta raro que un teórico marxista trate de apoderarse de una mujer ajena.
Cuestioné con esas palabras al izquierdista radical, para ponerlo en el compromiso de justificar su acoso romántico.
-Tienes razón, y lo peor fue que, seguramente motivada por su condición de mujer pobre y explotada, me dijo que su marido no era celoso, y que le permitía salir con otros hombres, con la condición de que estos fueran decentes y discretos, y le pagaran bien-replicó, enseriado el rostro.
-¿Llegaste a disfrutar de placeres burgueses con el hembrón?- pregunté, provocando las aparentemente reprimidas carcajadas del grupo.
No- respondió con voz firme- lo que hice fue pagar de inmediato, y marcharme, apenado por lo que se ven obligadas a hacer las mujeres pobres.
Ninguno hizo mofa por la confesión, pero días después se le aplicó el sobrenombre de “el pariguayo sentimental”.