Un  huésped

Un  huésped

PASTOR VÁSQUEZ
Periodista peregrino, él fue mi compañero de infortunio, porque una noche fuimos apresados por la guardia haitiana en un lugar llamado Cachimán, cuando tratábamos de pasar la frontera en un momento de crisis, con el único interés de hacer un buen periodismo en la vorágine del entusiasmo de la juventud. Tras salir bien de esa temeraria aventura, optamos por el silencio, porque la gente iba a decir que estábamos locos.

Años después, cuando el presidente Leonel Fernández me designó en la Embajada de Puerto Príncipe, me tocó recibir y ayudar a Vianco Martínez, en sus aventuras investigativas.

Él es una persona de gran sensibilidad humana. Una niña ha muerto, una amiga de Vianco ha fallecido en un batey de nuestro Sur lejano y él le ha escrito unas palabras que quiero compartir con ustedes. Os dejo con esta diáfana prosa, con un mensaje que nubla el alma:

“La niña que quería ser doctora”
Vianco Martínez

Se llamaba Berenice. Tenía doce años y una hermosa sonrisa a prueba de dificultades. Para su desgracia, nació en las provincias del desconsuelo, en un lugar sin gloria donde los sueños no son posibles: el batey Algodón, de Barahona, un lugar donde el infierno ensaya sus primeras infamias. Allí creció junto a sus dos hermanitos, entre ellos Carolina, una princesita de tamarindo con tanta luz, que brilla hasta en el lodazal.

Su madre se llama Hortensia y tiene una ternura de hierro. Acababa de pasar a séptimo y aun no terminaba de celebrar su promoción. Un día me dijo que quería ser doctora para curar los males de su gente. El otro día le empezaron unos dolores en el cuerpo, le fue subiendo la fiebre y poco después estaba parada con sus padres en la puerta de un hospital, gimiendo de dolor y suplicando que la internaran.

Los pobres siempre tienen el mundo en contra y para lograr que la internaran, sus padres tuvieron que pelear y buscar la intervención de un buen hombre de Barahona, que es un gran médico del lugar. Su estado empeoró y la mandaron a la capital a otro centro. Le dijeron que tenía dengue, le dijeron que tenía neumonía, le dijeron hasta que tenía falcemia, le dijeron tantas cosas que al cabo de los días murió y ni siquiera se supo de qué murió.

Cuando nacen, los pobres son un formulario en la oficialía, cuando crecen, son una estadística, y cuando mueren, son una calamidad. Ella murió ayer al mediodía. Su familia no tenía dinero ni para comprarle un ataúd. Hoy el batey Algodón está más triste que nunca. Hay una bandera a media asta en el corazón de cada algodonero y una lágrima rodando por las calles. Hoy, al batey le falta Berenice, la niña que quería ser médico para curar a su gente, la niña que acababa de pasar a séptimo con las mejores notas de su grupo, la niña hermosa que, con sus sueños inocentes, vencía cada día la realidad del mundo circundante. Ahora el batey Algodón tiene una sonrisa menos y doña Hortensia y su familia, una esperanza menos. Y lo más triste de todo es que al batey Algodón seguramente se le seguirán apagando luces y al país entero se le seguirán apagando sueños y se le seguirá muriendo el futuro niño a niño y nadie, absolutamente nadie, se dará por enterado. El país está demasiado ocupado atendiendo sus rencos arrebatos de modernidad y pactando sus próximos silencios para darse cuenta que ayer, al mediodía, en una pobre cama de hospital, mientras el país caminaba sin rumbo, hacia ninguna parte, murió Berenice, la niña del batey Algodón que quería ser doctora cuando fuera grande para curar a su gente. Ya ella no podrá ser grande, ni podrá ser doctora, ni podrá ser nada. Yo la vi morir y nunca olvidaré su última mirada ni el último destello de luz que salió de sus ojos. Total, en los bateyes, los niños se mueren de cualquier cosa, pero eso a nadie le importa.

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