Un huracán del sentimiento

Un huracán del sentimiento

JACINTO GIMBERNARD PELLERANO
Es decir, que el padre del patricio Francisco del Rosario Sánchez, el moreno Narcizaso, se quedó corto cuando advertía a su ilusionado y valiente hijo que «podremos ser país, pero nación nunca». O sea, que podremos ser un territorio habitado por seres humanos, pero no una nación, un conglomerado unificado y coherente. Entonces resulta que, por un análisis internacional que nos ha ofendido por la compañía que nos adjudican, somos un «Estado fallido», un Estado que ha fallado en sus prioridades y logros. Nos resistimos a admitirlo, aunque no estemos de acuerdo con sus prioridades ni con la ruta de sus logros.

¿Hay algún corrupto en prisión? Pero las cosas no quedan ahí. Concluyen voces que se manifiestan en distintos círculos y hasta en publicaciones que, en verdad, somos un «Estado fallecido». Y parece que nos complace, nos solaza y nos alivia la idea del descanso de la muerte.

Estamos muertos y ni nos enteramos.

No existimos ni como cadáveres.

¿Qué pasa?

Me toco los brazos, miro mis manos y empiezo a dudar si yo existo realmente o soy resultado de una fantasía, de un ensueño o de un espejismo fabricado por el desierto que se nos ha formado delante con la arena de tantos males viejos que no acertamos a corregir, a enfrentar, a castigar.

Me tiran en la cara los errores de nuestros héroes, en verdad consistentes en haber confiado en que nosotros, los dominicanos que venimos después, seríamos consecuentes con un ideal patriótico y habríamos de hacer lo que fuese necesario para consolidarlo, para hacerlo brillar y respetar.

Lo hemos hecho en diversas ocasiones. Ahí están las heroicidades de la Restauración, las intenciones patrióticas que brillaron en la Guerra de Abril del ‘65, aunque hubiesen discrepancias en propósitos que universalmente han sido ahogados en sangre.

El desorden de lo que vino tras el descabezamiento de la dictadura de Trujillo, acción en la cual hubo su porción de «quítate tú para ponerme yo» junto a idealismos y reales intenciones nobles –buenas o no– nos sumergieron en el libertinaje, en lugar de en la libertad ansiada.

Realmente, las instituciones democráticas que tenemos, los tres poderes máximos de la nación, han dejado y dejan mucho que desear. No atienden las prioridades. Dispendian. Alardean de riquezas con dineros que no son suyos sino de los contribuyentes obligados.

El desinterés por las conveniencias de la nación que manifiesta el Congreso aprobando un acuerdo RD-CAFTA sin antes estudiar lo que hay que hacer para que el productor nacional no se asfixie, al serle imposible competir con productores extranjeros subsidiados por sus Estados.

La reforma fiscal, justa para los intereses nacionales, debió preceder, anteceder, ir, antes que la aprobación del inevitable acuerdo RD-CAFTA, conveniente si se toman las previsiones imprescindibles.

¿Cómo podemos competir eficiente o malamente con productores extranjeros subsidiados por sus gobiernos?

¿No se enteran nuestros legisladores de que estamos fabricando un descreimiento en las bondades del sistema democrático?

Elegimos gente que supuestamente defienda al pueblo, que lo represente, que tenga voz y poder, pero están en la luna de Valencia (que está más lejos que la que, en las noches claras ilumina nuestro territorio con luz de plata).

No nos engañemos.

La democracia está en juego.

Los jefes democráticos se comportan mal.

No castigan lo que tienen el deber de castigar. No ejemplarizan.

¿Necesitaremos caer en el horror de una dictadura que obligue a la eficiencia?

Dios no lo quiera.

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