Un inadvertido “plagio” de Bécquer

Un inadvertido “plagio” de Bécquer

Pedro ni imaginaba que ese día en clase “plagiaría” a Bécquer. Esta niña le recordaba al personaje de Moliére (¿era de Moliére?) que había pasado su vida hablando en prosa sin saberlo, sin saber qué era prosa; pues ella, así casi igualito, todo lo que hacía era poesía. Y no era sólo lo que decía, con dulzura y propiedad, sino todo lo que hacía. Si caminaba, el orden y el ritmo con que movía un pié primero y otro después, casi de puntillas como una bailarina de ballet, haciendo que detrás del pié siguiera la pierna entera hasta mover la cadera con cadencia enloquecedora, en un poema de versos corpóreos pero impronunciables absorbidos con la mirada. Los demás sentidos redondeaban la poesía que era toda ella, pero ninguno colaboraba más que el olfato… Olerla era el éxtasis.

Esta muchacha parecía haber nacido con el ilán-ilán impregnado por toda la tersa superficie de su dorada piel, en la que había por ciertas partes vellitos rubios que, a los ojos de su perdido enamorado, no hacían más que sugerir pliegues lampiños evocadores de otros olores más íntimos y momentáneamente inalcanzables.

¡Qué sería del pubis, del venusino monte, rodando bajo el ángulo ardiente de su ávido mentón! Ah, ¿qué otra cosa que no poesía podía ser este ángel sin alas que el destino sentaba en el pupitre vecino del suyo cada mañana, mientras la estragada señorita Dalmau trataba de explicarles qué es la sinécdoque? Eso era Alma, toda la poesía, la explicada y hecha hembra, para que sobrasen los diccionarios y las clases sobre los tropos y demás convenciones gramaticales. “¿Entiendes, Pedro?”.

La voz de la profe parecía llegar desde muy lejos y entre sus dedos rompió la punta del lápiz con el que debió haber estado anotando la lección. “¿Pedro, has entendido?”. Toda la clase rió al percatarse de que nueva vez Pedro desatendía para entregarse a sus extravagantes fantasías. Desvió la vista del tobillo de Alma para mirar a la maestra. “¿Dígame profesora?”. “Explícame qué es la sinécdoque, Pedro, por favor”, preguntó la profesora Dalmau con ese tonito de suficiencia que adoptan las maestras cuya realización sólo se da en las aulas entre muchachos imberbes. Pedro sabía que había llegado la hora, respiró profundamente, ladeó su cabeza para mirar a los ojos a su pasión y dijo: “Alma, profe, ella es la poesía”.

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