Un incidente sin importancia

Un incidente sin importancia

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Es posible que nadie se bañe dos veces en el mismo río, como decía Heráclito a los efesios. Pero yo cruzaba todos los días el mismo puente para ir a mi trabajo; miraba el río, que ya no era azul como pudo ser en otro tiempo, y en sus aguas sucias veía retratado el hastío de mi vida inútil de escritor inconforme. Esa fue la causa de que marchara hacia los Estados Unidos. No me gustaba el trabajo con que ganaba el pan en la editora oficial. Tenía que beber café y comer bocadillos, de lunes a viernes, con unos tipos detestables que hacían toda clase de trampas para escalar posiciones: en el partido, en el periódico, en el cuerpo diplomático, en el ministerio de lo interior, en los servicios secretos.

 Con frecuencia el camino más corto para alcanzar un puesto era llevar a otro escritor a la cárcel o al descrédito. Los hombres de letras se sentían – casi todos – funcionarios en potencia. Cuanto menos talento tenga un profesor, un periodista, un historiador, mayores serán sus capacidades para odiar a los verdaderos escritores. En los regímenes totalitarios los mejores funcionarios de la cultura son aquellos hombres privados de facultades para crearla, ensancharla o comprenderla en su integridad.

Cada vez que pasaba sobre el Puente de las Cadenas – prosiguió Ladislao Ubrique – trataba de ver mi cara reflejada en el agua oscura del Danubio. Poco a poco fui aclarando el remolino que pasaba por mi cabeza. A nadie puedes confiar tus dudas, preocupaciones o ambiciones. Cualquiera puede denunciarte ante los superiores sin que lo sepas; o acusarte directamente de no tener fe en la organización social ni en las directrices gubernamentales. Pensaba en esto únicamente frente al puño de San Esteban. Me las arreglé para llevar turistas a la catedral; por tanto, no asistía a los oficios religiosos; contribuía a la difusión de la historia de Hungría y «fomentaba» el ingreso de divisas. Todas las semanas me paraba delante de la reliquia del santo rey y reflexionaba sobre el futuro de mi trabajo y acerca de la juventud y el envejecimiento.

En la catedral conocí a un «operador turístico» de los Estados Unidos, de origen húngaro, que sabía el paradero de una joven de Budapest que emigró a Nueva York: una estudiante de arte llamada Silvia con quien topaba a menudo en el museo de pintura. La esperanza de volver a verla influyó en que decidiera ir a los Estados Unidos. El operador de la agencia de viajes me había prometido gestionar alojamiento barato en una pensión, donde sería huésped con cama y desayuno; incluso habló de ayudarme a buscar trabajo como traductor. Todo esto se volvió sal y agua. Escogí aquel país porque los EUA había ganado la Segunda Guerra Mundial, porque esa nación no tenía fronteras con Hungría, porque allí vivía Silvia, porque el guía de viajeros me asistiría. Pero fueron otros sucesos los que me empujaron, violentamente, a salir de Budapest.

Existe un hospital, en Pest, situado cerca de una línea de paso, entonces controlada militarmente por tropas rusas. El puesto daba acceso a un cuartel importante, establecido por el Pacto de Varsovia. Yo tenía que pasar por allí casi todos los días. Presentaba mis documentos y me dejaban pasar. Nunca llegaba al lugar de noche, pues los soldados bebían aguardiente y se ponían exigentes, dificultosos, abusivos. Por eso siempre prefería cruzar de día. Un sábado hubo que reparar el puente y el tránsito demoró tres horas en descongestionarse. Llegué tarde al puesto de control y fui detenido junto a una mujer joven, de ojos azules, muy atractiva. Explicó a los soldados que iba al hospital a recoger a su madre que había sido operada dos días antes y dada de alta esa mañana. – «Ella me espera en el pasillo del hospital; lleva todo el día sin comer, por favor déjenme pasar». El soldado de turno levantó el fusil amenazante y rugió: «cállese la boca y espere la autorización del oficial». La mujer cayó al piso asustada; la falda subió casi hasta la cintura y dejó al descubierto unos muslos hermosos. Otro soldado, acercándose al que tenía el fusil con bayoneta, dijo: «no puedes dejar ir a esta hembra maravillosa; cosas así no se ven todas las noches». La mujer se incorporólentamente, sacudió la ropa del polvo del piso y enfrentó al guardia: «déjenme ir, no he cometido ningún delito, necesito llevar a mi madre a su casa, está enferma». Se asió del fusil y forcejeó con el soldado ebrio. Un instante después vi caer la mujer con el pecho atravesado por la bayoneta. Un oficial muy gordo salió corriendo de su despacho dando gritos: «puerco, que vas a hacer, no ves que está desangrándose; llévenla al hospital enseguida». Luego se agachó para comprobar si estaba muerta.

El cadáver entró al hospital por el pasillo donde esperaba la madre recién operada. Dos soldados cargaban la camilla, urgiendo para que despejaran el corredor. Al ver a su hija la anciana se aferró a la camilla y la volcó, a pesar de las protestas de los soldados que trataban de seguir camino hasta la morgue. Pacientes y visitantes se agolparon alrededor de las dos mujeres, la camilla y los soldados. Los gritos podían oírse en el puesto de control militar donde aún aguardaba por la autorización de paso. En ese momento sonó el teléfono en el escritorio del oficial, quien se levantó de un salto, poniéndose en atención: «sí señor, se ha congregado una multitud en el hospital vecino; hay dos mujeres muertas; una anciana que estaba interna en el hospital y su hija, que agredió a un soldado. Se trata, señor, de un incidente sin importancia. Gracias, señor, le habla el oficial Badacsony, del tercer regimiento mixto».

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