Un intelectual ancilar

Un intelectual ancilar

POR ANDRÉS L. MATEO
La palabra “ancilar” quiere decir servicio. Un intelectual ancilar sirve a algo o a alguien;  es un sujeto pensante que tiene como misión reintegrar al orden de la claridad todos los actos del poder. Y valdría la pena preguntarse si no me empobrece a mí también la determinación que lleva a un intelectual a convertirse en cualquier cosa por el disfrute del poder.

Fue con ese estremecimiento que leí el artículo de Don Miguel D. Mena, porque dos semanas antes, un altísimo funcionario del gobierno me había advertido de una reunión en Palacio en la que se analizaba un informe de lectoría, y por los resultados sobre mi persona se pautaba atacarme, bajándole la línea a tres bocinas sin ninguna estatura intelectual (Pongo a disposición de Don Miguel D. Mena la minuta de esta reunión que me fue proporcionada). Y yo me interrogaba: ¿Por qué a mí? ¿No son, apenas, quinientas palabras las que yo escribo todas las semanas en el semanario Clave? ¿Qué puede subvertir la columna de un escribidor  que no tiene más fuerza  que la palabra desnuda? ¿No son insignificantes quinientas palabras frente al despliegue de siete mil millones de pesos en publicidad que gasta el gobierno? ¿No es esto intolerancia trujillista, odio a la disidencia, temor a la mirada del otro?

        Don Miguel D. Mena es Primer Secretario de la Embajada Dominicana en Alemania, y además tiene otro salario en Palacio por labores de “análisis” sociológico. Vale decir, es un alto funcionario del gobierno de Leonel Fernández, en cierto modo, un privilegiado. Pero también es un intelectual ancilar, y si las tres bocinas no hicieron el trabajo es mejor que sea él. Mi incertidumbre es saber si respondo al funcionario o al intelectual. Para empezar estableceré una diferencia: Fui subsecretario de Estado, y salí asqueado del cargo, pero mientras lo fui, como intelectual, jamás escribí un artículo por encomienda para silenciar el pensamiento del otro. Usted lo sabe muy bien, a usted le consta. Cada quien, bajo ciertas circunstancias, elige el modo de vivir.  Y solo siento mucha pena al ver corrompido en la pobre imagen de Don D. Miguel D. Mena ese destino primero que hace del ejercicio del pensamiento una búsqueda de la verdad.

           Me sorprendió mucho su insistencia en desmontar “el estudio de la cuestión moral de la política criolla” que, según alude, encarna el espíritu de mis artículos. Pero yo le pregunto: ¿Cómo hacer efectiva la enseñanza de los valores, si la práctica política despliega el engaño, la simulación y la mentira, como destrezas esenciales del oficio? ¿Cómo tener una idea cabal de la justicia, si la organización desigual de la sociedad humilla a la condición humana, y eleva casi al Olimpo al poseedor de fortunas obscenas, inconmensurables, extraídas de la corrupción que la práctica política toda ha permitido? ¿Cómo articular valores para la convivencia, con una palabra prostituida, que niega el acceso a lo real, al sueño; que exilia del sentimiento y la pasión de las ideas, y deja el vacío de la aridez, la pobreza del alma? ¿Por qué si se es exitoso en política, el cinismo tiene categoría de un magisterio, el don de un valor social?  Quizás este debía ser el punto en el que los intelectuales se encontraran, sin importar militancia política, porque  ya estamos hartos de tantas tácticas y estrategias, de tantos genios que pretenden redimirnos, y tan poca propagación de la sinceridad.

           Ahora mismo, por ejemplo, el 98% de la población, según la encuesta Gallup, percibe que hay corrupción en el gobierno. Esto quiere decir que hasta los mismos corruptos la perciben.  ¿Quién es Houdini, quién quiere escapar de esa realidad; las quinientas palabras que escribo todas las semanas tratando de esculpir nuestra degradación por la corrupción sustancial, o el intelectual ancilar que no puede nombrarla, y que quiere silenciarme;  porque cobra dos sueldos del gobierno que la opinión pública percibe corrupto? Incluso si alguna vez callé, no tengo por qué callar siempre. Y aunque podría rebatir ese argumento con facilidad, es claro que las verdades de ayer son el reverso exacto de las mentiras de hoy. Lo que Don Miguel D. Mena escribe está motivado en su origen, y a él se le supone una mentalidad suficientemente lógica como para concebir la utilidad concreta de su estrategia, que consiste en diluirme en el pasado, medir mis “largos silencios”, escrutar mis “amnesias intelectuales” del ayer, para descartarme; y de esa manera obviar el presente. ¡Es del presente de quien él huye como el diablo a la cruz! Ese presente  en el que los triunfadores sociales son los tránsfugas, los marrulleros, los vivos. Ese presente que proclama que, siempre que se posea el poder, se puede levantar la coartada de una perversión que es indiferente a todo esfuerzo de explicación de sus actos, y que llega a excusar todo tipo de crimen por la proporción de la jugada política, por la estrategia; disociando irracionalmente la palabra y la realidad, sustituyendo de un modo demasiado generoso la condena por la excusa o el silencio, pervirtiendo en el cinismo oportunista la sociedad pasmada por la utilidad vulgar que de sus taras extraen quienes se abrogan el derecho de su representación. De  ese presente, Don Miguel D. Mena no puede decir media palabra. De ese presente, el intelectual ancilar es usufructuario y cómplice.

       No quisiera dejar de dibujar la trayectoria de un izquierdista que dejó de serlo, el metalenguaje de un sociólogo que pone en acción no las cosas, sino sus nombres; y el atrevimiento de un intelectual ancilar que describe conductas que son a su vida lo que el gesto es al acto. ¿Puede Don Miguel D. Mena recomendarme “constancia en la vida y el pensamiento”? Esto sólo es una  pequeña manifestación de humor y de vanidad. Yo he trabajado toda la vida para mantener mis hijos y protegerlos (calistenia existencial que él no conoce), siempre he arriesgado algo por poner mis ideas en circulación,  he vivido la fulguración de una verdad conquistada sobre la continua náusea de la decepción, y he odiado el escenario donde el “parecer” está cuidadosamente cifrado. ¿Puede ese intelectual ancilar decir lo mismo? ¿No es escribir un artículo por encargo  una forma  de “sobrevivir de alguna manera”? ¿No empobrece por igual  el alma de la nación ese pragmatismo sin ética? ¿Por qué un intelectual no puede esgrimir sus destrezas para engrandecer la vida, en un país pateado por la histórica brutalidad del autoritarismo, mirando siempre hacia ese balcón de luz donde se aposenta la razón, y no hacia esa cavidad sombría en que encierra el utilitarismo todos los artilugios del engaño y la mentira?

          La antigua ambrosía del intelectual virginal, incontaminado, que flota en su espacio celeste alejado del mundanal ruido(Beatus il), quedó destrozada en la República Dominicana desde finales del siglo XIX. En un país tan empobrecido material y espiritualmente, no hay espacio para el debate intelectual. Usted lo sabe. Todas las referencias a Walter Benjamín o a Max Weber; y la invocación a Pedro Henríquez Ureña que aparecen en su artículo, están ahí únicamente para marear la Perdiz. El verdadero objetivo de su artículo es político: silenciarme. Pero el escritor ancilar  es esencialmente un emisario, e impone no la emoción sino los signos de la emoción. Prueba al canto: Don Miguel D. Mena arguye que mis escritos no se relacionan con mi vida porque no critiqué los gobiernos de Jorge Blanco y de Hipólito Mejía. Pero muchas de mis columnas publicadas en el Listín Diario han revisado dichos períodos, y juzgado el ejercicio del poder  de ambos como parte de la concepción patrimonial del Estado que tienen los políticos. Es más, en mi columna del diario El Caribe escribí durante el gobierno de Hipólito Mejía  una serie de cuatro artículos sobre la corrupción que fueron publicados por el Depreco, y escribí, también, contra la reelección. Y en el semanario Clave he publicado varios artículos sobre  la corrupción como sistema, que estudian el fenómeno desde el origen mismo del Estado- nación. En el gobierno de Hipólito Mejía hubo tanta corrupción que se hizo incontrolable una vez el Presidente asumió la reelección como destino, y de ambas cosas escribí en la prensa dominicana. Pero corrupción y reelección están de nuevo sobre el tapete en la vida de nuestro país, y Don Miguel D. Mena no escribe una sola línea para  analizarlas. Sus reflexiones sobre la reelección y la corrupción cuando Hipólito Mejía cruzaban el ciberespacio, se plasmaban en las columnas impresas; ahora salta al ruedo para defender a uno de los gobiernos que va en camino de ser el más corrupto de la historia contemporánea, y al cual él sirve con devoción incluso prostituyéndose con la palabra.

ÇEsa es la esencia de su artículo, desviar la mirada sobre el presente. No se trata de ningún debate intelectual. Su opción es el silencio frente a la corrupción  y la podredumbre de hoy, su meta es callar al crítico que la dibuja con quinientas palabras.

    Quisiera terminar haciéndole un señalamiento a Don Miguel D. Mena, el intelectual ancilar. Al principio de su artículo usted dice: “La democracia es orden”. El “orden” tiene el poder concertado de una detención. El “orden” dicta  que la auténtica seguridad está en el silencio. “Orden” fue lo que le aplicaron a Orlando Martínez y a Narciso González. No sé si debo leer una amenaza, tratándose de un funcionario que tiene el poder de reunirse en Palacio, pero un juicio desplegado en la evidencia funda una claridad feliz. Está dicho. Sólo me resta desearle lo que usted me sugiere al final de su artículo: “equilibrio y armonía”, que es el ideal del mundo griego. Gánese su salario en euros con tranquilidad en Alemania, cobre en palacio silbando la novena sinfonía, y niéguese a escribir por encargo artículos que denigran el trabajo intelectual. Yo, por mi parte, continuaré escribiendo sin miedo mis quinientas palabras, si me dejan, seguro de que me es imposible eludir la cualidad histórica de las cosas. 

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