Un loco en el púlpito

Un loco en el púlpito

Federico Henríquez Gratereaux
henriquezcaolo@hotmail.com 
Ladislao se acomodó en el asiento frente a la mesa para desayunar. Otros huéspedes desayunaban también en las mesas contiguas. El ruido discontinuo de platos y cubiertos llenaba el comedor. El olor del pan tostado y del café acompañaba esa música asordinada de platos y tenedores. Bebió gozosamente un vaso muy alto de jugo de naranjas. No había terminado de tomar el café cuando sintió alguien a su lado.

– Buenos días, doctor Ubrique. – Buenos días; ¿Ha desayunado ya? – Sí, doctor, desayuno siempre muy temprano. – Pues sírvase un café. Perdone usted lo de ayer; dormí varias horas de un tirón; además de haber trabajado con mis papeles hasta muy tarde, bebí no sé cuántas copas mientras escuchaba un trío de guitarristas que tocaba canciones viejas de Santo Domingo, de Cuba, Puerto Rico. No había cenado y sufrí un desvanecimiento. – Ya estoy enterado; vine a buscarle y los empleados del hotel me dijeron que le dejara dormir.

– Mire usted; es imposible amarrar un elefante con hilo dental; todas las noticias son penosas: en los Estados Unidos, en Europa, en Cuba. Quería distraerme, caminar por la calle El Conde, ir a comer un helado. Topé con un barrendero, casi negro, que me puso conversación y me hizo muchísimas preguntas. Tengo que contarle detalladamente los efectos que tuvo sobre mi el encuentro fortuito con ese dominicano humilde. Pero hablemos primero de los problemas prácticos. Necesito hacer copias fotostáticas de mis títulos académicos y de mi pasaporte. Enviaré esos documentos a la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Seguiré su consejo sobre este punto. ¿Logró averiguar el costo del alquiler del departamento? ¿Hay que adelantar un depósito? ¿Está amueblado? – Sí, tengo todo eso, pero es mejor que usted mismo lo vea. No hay que dar dinero previamente; mes vencido, mes pagado; tiene muebles de todas clases; algunos necesitan reparaciones y barniz. Desde luego, no hay toallas, ni ollas de cocina, ni ropa de cama.

– ¿Sabe usted de algún lugar donde vendan mecedoras? – ¿Para qué quiere usted una mecedora? – Es que a Lidia le gustan las mecedoras. Ella se arregla el pelo y las uñas de los pies sentada en una mecedora. No podrá traer la suya a Santo Domingo. Me gustaría darle una sorpresa. – Eso no es difícil de resolver, doctor; hay varias empresas que venden ese tipo de muebles. Pero dígame, ¿Qué le ocurrió con el barrendero? – ¡Ah, sí, casi lo había olvidado! No fue solamente lo que hablé con el barrendero; también me hizo daño leer en el Diario de Goebbels lo que pensaba Hitler sobre los chinos y sobre los húngaros y sobre las clases sociales. El barrendero fue, como dicen en La Habana, “la tapa al pomo”.

– El escritor rumano Emile Michel Cioran creía que cualquier trabajador de la calle sabía más de la vida humana que los profesores universitarios. Disfrutaba oyendo confidencias de hombres y mujeres “sin importancia”. Según Cioran, la historia es la negación de la moral, la fuente del pesimismo y el origen de las actitudes cínicas. La llama “la obra del diablo”. Así, pues, me sentí tentado de escuchar al barrendero que m abordó en la heladería. Estimaba que yo debía ser rico y me pidió que le brindara un helado. Mientras él comía su helado me contó que un enfermo mental había escapado del Hospital Padre Billini y penetró, huyendo de los enfermeros, en una iglesia vecina; el loco subió al púlpito cubierto con una bata de cirujano. Estuvo escondido en el interior de la tribuna por breve tiempo; pero sacó la cabeza y fue descubierto por un médico. Antes de que pudieran cogerle, el demente pronunció un sermón: “si hay Dios no hay diablo; si existe el diablo no hay Dios; por tanto, ni Dios ni diablo, ni la trompa del gallo”. Acto seguido, levantó la bata y orinó sobre los bancos del templo más próximos al púlpito. Solo entonces lograron reducirle.

– El barrendero trabaja para el municipio; pero limpia todos los días la heladería y la porción de la calle frente al expendio. Cuando terminó de narrar lo del loco se agarraba la barriga, convulso por la risa. ¡Era feliz! – ¡He conocido un húngaro! ¡Este helado no lo había comido antes! Cioran estaba convencido de que la historia humana es “la obra del diablo”. El barrendero, lo mismo que el enajenado fugitivo, no creían en Dios, ni en el diablo. Es el hombre, ciertamente, quien hace la historia, aunque a veces no sepa la historia que hace, como afirmaba cierto profesor checo. Ponemos en la historia la maldad que llevamos dentro de nosotros. – Se lo he dicho, doctor, el cristianismo en estas islas es un culto importado. En cambio, tal vez todos los abuelos del amargado Cioran fueran cristianos practicantes. Santo Domingo, R. D., 1993.

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