Un metro en un país de bicicletas

Un metro en un país de bicicletas

MARIEN A. CAPITÁN
Año 2009. La tierra tiembla bajo la avenida Máximo Gómez. No es un temblor muy fuerte, apenas si se percibe, pero al sentirlo la gente piensa inmediatamente en lo mucho que ha cambiado este país en los últimos cuatro años. Tenemos un metro casi recién estrenado. A pesar de la oposición de la gran parte de la población, el presidente Leonel Fernández se empeñó en construirlo. Como los túneles, los elevados y toda gran construcción que él ha propiciado, este metro fue centro de la controversia desde el año 2004.

Ahora ya nadie recuerda mucho eso. Los peatones están felices al poder hacer una ruta larguísima por sólo diez pesos. Los conductores, por otro lado, estamos contentos porque ya no hay voladoras ni conchos en la Gómez. Esta calle, antes odiada, se ha convertido en un paraíso.

Para llegar a ese paraíso, sin embargo, hemos tenido que endeudarnos más, que aguantar tapones de una hora en las calles y, por supuesto, ver cómo Santo Domingo se despedazaba a pesar de que queríamos ayudarla.

Hoy recuerdo una conversación que tuve el 9 de febrero del año 2005. Estaba con un amigo ingeniero (a quien llamaré C.I. pues él es muy tímido y no puedo revelar su identidad) y, a pesar de ser del partido oficial, me tomé la libertad de preguntarle qué opinaba acerca del metro.

Sé que quizás estaba buscando respuestas en el lugar menos idóneo. A pesar de que C.I. es un gran profesional, era difícil que se opusiera a la construcción. Cuando me dio a entender que estaba a favor, yo le pregunté si le parecía razonable que en un país literalmente jodido, endeudado hasta los tuétanos y con terribles problemas de energía eléctrica, hubiese un metro.

Lo de que el país esté mal se lo saltó de un brinco (omisión involuntaria, supongo). Sin embargo, sí me respondió a las demás inquietudes: en países pobres como éste sólo es posible hacer las cosas endeudándose, comenzó a manifestar, para indicar que respecto a la energía eléctrica que no habría ningún problema porque tendría un sistema de generación propia.

Acusándome casi de retrógrada, mi amigo me espetó diciéndome que si todos fueran como yo este país no avanzaría. Quizás, agrego yo, continuaría siendo la apacible selva que un día tuvieron los que nos precedieron.

Por mencionar algo, se refirió a los túneles y elevados. “Recuerda, Marien, que todo el mundo se opuso a su construcción. Ahora todos los usamos”. Es difícil –porque han pasado muchos años– que recuerde si alguna vez hablé en contra de los elevados y túneles. En caso de que lo haya hecho, tendré que reconocer que me equivoqué.

Pero volviendo a lo que le respondí, le expliqué que en el caso de los túneles y elevados realmente no se hablaba de una inversión tan brutal de dinero (los primeros diez kilómetros costaban US$326.6 millones) y, por ello, no era tan discutible su construcción. El metro, sin embargo, me parecía ostentoso en un país en el que faltan escuelas, hospitales, calles asfaltadas, energía eléctrica en los semáforos, seguridad y mil cosas más.

Para C.I. yo no tenía la razón. “¿No quieres tener un metro en tu país, yo sí? Sólo piensa en lo que ahorrarás de gasolina porque llegarás más rápido a todos los lugares”, aseguró C.I. casi terminando nuestra conversación. Antes de que así fuera le pregunté en torno a los estudios geológicos. Supongo que los harán o los habrán hecho, aseveró antes de terminar con el tema.

Todavía hoy no termina de convencerme el metro. Ya se está hablando de que no logrará financiarse solo y que el gobierno tendrá que subsidiarlo. Ahora comenzarán nuevos dolores de cabeza. Ningún metro ha sido rentable jamás. Pero el nuestro, ubicado en el corazón del mero subdesarrollo supongo que lo será. Las estrategias, al alcance de la mano, saldrán de algún lugar. Mientras, veo los vagones del metro y siento cómo se burla de mí. ¡Qué pobres y qué come… somos!

m.capitan@hoy.com.do

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