Un milagro salvó el NORCECA  de volibol y la honra del país

Un milagro salvó el NORCECA  de volibol y la honra del país

A las seis de la tarde, el Presidente dominicano iniciaba su discurso inaugural ante la prensa y las representaciones de Norte, Centroamérica y el Caribe, que competirían en el tan esperado campeonato, ante unos cinco mil espectadores, en el Palacio de los Deportes de Santiago.

Todo listo para el saque de honor. En la tribuna presidencial, los orgullosos dignatarios y, entre estos, sonriente, satisfecho, mi amigo Salvador Sadhalá,  presidente de la comisión organizadora del evento. Gran bullicio y esplendor, uniformes y banderas multicolores, y la imponente presencia de los atletas, esbeltos, musculosos;  balonmanistas rubias  y morenas ¡muy hermosas! En medio de tal multitud había solamente una persona profundamente preocupada, yo, esperando el desenlace de los que sería casi seguramente un desastre para la honra de nuestro país, a producirse desde que sonara el primer pitazo.

Cuatro horas más temprano, a las dos, me apersoné al centro deportivo a inspeccionar la colocación de unas vallas y letreros publicitarios de los pocos anunciantes que obtuve como encargado de proventos. Cuando llegué a la cancha observé asombrado que todavía estaban barnizando el tabloncillo sobre el cual supuestamente se jugaría. Había allí un par de pintores, y más tarde apareció un joven ingeniero de Obras Públicas con dos abanicos de pedestal, con la idea de ayudar a que el piso se secara antes del partido.  Cuando me hice una clara idea de cuál era la situación, me agarró una fuerte angustia que casi me hacía desfallecer. No podíamos imaginar cómo evitar el gran chasco, la gran vergüenza que se nos venía encima.

Lo de los abanicos era una tontería, tanto por el tamaño del área como porque el intenso calor mantenía el barniz como una melcocha. La misericordia de Dios me recordó que en San Francisco, la pista del Club Esperanza la enceraban, luego le agregaban talco para que los pies fuesen ligeros con la rumbosa música de Papa Molina. En la farmacia que había frente al Estadio, una señora me vendió unos polvos baratos, pero se negó a venderme, sin receta, un tranquilizante. Me coloqué, polvo en mano, en una esquina de la cancha y, ansioso, lo froté…el piso empezó a secar. Acezando llegué a La Valerio, donde  un comerciante amigo me vendió todo el talco que tenía y unas cuantas escobas. En eso estuvimos hasta llegada la ceremonia. Cundía gran emoción y  alegría esa tarde de junio de 1985.

Solitario en la multitud, esperaba en cualquier instante que una valkiria canadiense resbalara o se le pegaran los “tenis” en el tabloncillo, y se suspendiera el partido, decretándose la imposibilidad de continuar jugando. Dios no permitió que eso nos ocurriera. Santiago y el país se lucieron. 

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