Un mundo encadenado

Un mundo encadenado

MARIÉN ARISTY CAPITÁN
La grúa era roja. El camión, azul. Ambos, sin embargo, tenían la misma función: servían para cargar las piedras que, durante las horas en que mi hermana Pilar no me obligaba a jugar con las aburridas muñecas, me hacían soñar que construiría un mundo lúdico, especial y hecho a mi medida. Poco a poco fui creciendo. Mi camión y mi tractor, aquellos que con tanto cariño me había regalado papá a pesar de que eran “juegos de niños” se quedaron abandonados en el rincón del jamás. También las piedras, las hojas, la arena y esa hermosa ciudad que tantas veces imaginé crear.

El mundo comenzaba a girar de forma distinta. Había descubierto el techo, ese rincón que nadie me podía arrebatar, donde me instalaba con mi nuevo pasatiempo: un diario y un lápiz. Con ellos, aprendí a poner sobre el papel los sentimientos y los sueños.

Por aquella época, con once años, todavía no sabía lo que significaba ser niña. Aún me encantaba subirme a los árboles, jugar pelota (aunque se me daba muy mal), correr por el patio… hacer lo mismo que los niños. Con el paso de los años, y, educada en la igualdad, seguí pensando que ser mujer no me hacía diferente a ningún hombre: podría tener las mismas oportunidades, los mismos ideales, las mismas metas y hasta los mismos intereses -me aficioné a la pelota, al fútbol, al básquet…-. Mi mundo, en pocas palabras, era igual que el de ellos.

Un buen día ese mundo se me vino encima. Aunque lo había construido cuando apenas era una niña, un fuerte temblor lo destruyó: fue la sociedad, machista aunque aparente lo contrario, la que me obligó a descubrir que había cifrado mi vida y mis sueños en una ilusión; la igualdad que me habían regalado mis padres no existía.

Y lo supe cuando comprobé que las mujeres tenemos que esforzarnos más que los hombres para demostrar nuestra capacidad y que nunca cobramos lo mismo aunque tengamos el mismo trabajo; que necesitamos cuotas para alcanzar el poder y que, aunque lleguemos a él, no nos dan la misma libertad para tomar decisiones.

Más duro aún fue con mi vida personal. Creyente a rabiar en la igualdad, me fue muy mal: por defender mi independencia y no atarme a una cocina o a una familia, todo se fastidió.

Hoy, con treinta y tres años y un fracaso a cuestas, entendí que el problema radica en que mi formación no va a la par con que recibieron los hombres de mi generación, quienes fueron educados bajo el manto del machismo.

Lidiar con esa realidad es difícil. Pero esa es la suerte que le ha tocado a las mujeres de mi generación: aunque fuimos educadas para la libertad, estamos en un mundo encadenado.

Es por eso que, después de una fuerte lucha interna, hemos vuelto atrás. Y lo hemos hecho porque no hay otra opción. O nos reinventamos, aprendiendo a renunciar, o tenemos que pagar un precio muy alto: el de la soledad.

Por ese motivo, aunque le sorprenda a las feministas de ayer, las mujeres somos más conservadoras. Al hacerlo, quizás, admitimos que hemos perdido la batalla. Lo peor es que la seguiremos perdiendo a menos que las mujeres aprendamos a educar a los hombres.

Esa educación debe comenzar en los primeros años. Quien crece creyendo en las diferencias, jamás amará la igualdad. Y se me ocurre que ese trabajo se puede hace tanto en la casa como en la escuela.

Tras ver el éxito de la pasada jornada de sensibilización contra el dengue, que motivó a todos los niños del país a acabar con los criaderos de los mosquitos, podríamos pensar en jornadas en las que se les hable de la igualdad.

Recordemos que de ella depende la libertad de nuestras hijas. De lo contrario, sus sueños serán como aquel puñado de piedras que arrastraba con mi grúa y subía después al camión: sólo servirán para crear un mundo de mentira.

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