Un mundo injusto

Un mundo injusto

LEO BEATO
Washington, D.C. Aquí de pie en el séptimo escalón de la escalinata del Congreso norteamericano nos asalta la memoria el recuerdo de Igitur, aquel sacerdote jesuita palenciano, profesor de filosofía en el Seminario Santo Tomás de Aquino en la década de los años cincuenta. Su apellido era compuesto: García-Valle, pero le llamábamos «Igitur» porque éste era su término favorito en el latín macarrónico de nuestra infancia. «Igitur, domine, lectionem hodierdam in latino sermone dic nobis» (pues entonces, señor, recítenos en latín la lección de hoy).

Esa era su frase favorita al empezar la clase de Universae Philosophiae. El problema era que había que empezar desde el final, no desde el principio. De derecha a izquierda, de atrás p’lante y de abajo p’rriba como si estuviéramos en el Medio Oriente. “Aprenderse el libro de texto empezando por el índice es muy higiénico”, exclamaba Igitur ante los ojos atónitos de sus nuevos alumnos.

A veces citaba la frase que aparece a la entrada del infierno del Dante: “Los que enráis aquí olvidad toda esperanza”. Esa era su metodología primitiva y premeditada, mantener a todos de puntillas para así facilitar el proceso de aprendizaje a la tranca. De ahí que muchos le tuviéramos un resentimiento profundo. Cuando alguien decía un disparate durante la clase, Igitur mascullaba entre dientes un famoso poema inventado por él mismo para burlarse de nuestras mentes ignorantes y cementadas, poniendo los acentos en la sílaba equivocada: “En tiempo de los apostóles, cuando los hombres eran barbáros y se subían a los arbóles y se comían a los pajáros; lunes, martes y miércoles; jueves, viernes y sábados; cuando el mundo era tartáro y la tierra una aldea barbára” Entonces miraba de reojo al que había dicho el disparate y soltaba su famosa risita sarcástica que ponía a temblar a justos y a pecadores porque presagiaba un suspenso seguro-ji-ji-ji-ji (que no es lo mismo que je-je-je-je ni mucho menos que ja-ja-ja-ja). “¿Y usted cree que ha dicho algo?” indagaba el sádico palenciano parando la risita de golpetazo y dirigiendo su mirada de lechuza ilustrada al inculpado que casi siempre se ponía a temblar como un conejillo de indias enredado e indefenso entre las garras de un águila.

Así me encuentro yo en estos momentos en estas alturas y en esta ciudad considerada la capital de un mundo aún muy injusto e incivilizado. Me identifico con la lechuza y, al mismo tiempo, con el conejillo atrapado por un poder que ha controlado al mundo desde el principio bajo alardes de justicia y de democracia.

 El balance ha sido todo lo contrario. Más de 500 guerras y guerritas, más de doce docenas de ríos de sangre… y todavía contando. 45,000 niños muriendo cada día de hambre, cada diez segundos un niño es abusado y cada seis minutos una persona cae atracada por otro ser humano en las calles. El tiro nos salió por la culata. A lo lejos se divisa el monumento a Abraham Lincoln en línea recta con el de Washington y en formación arquitectónica inconfundiblemente masónica con la Casa Blanca y el cementerio de Arlington. Para entender a esta ciudad, hay que ser masón grado 33. ¿Quién ha dicho que los fundadores de esta nación no sabían lo que hacían? ¿Tendremos que imitar a Igitur y ponerle un suspenso a los dueños de este mundo injusto? Me imagino a Jesucristo divisando al mundo desde esta colina tan parecida a la del Quirinal o a la del Gólgota, aunque en definitiva son las mismas.

La lucha ha sido constante e implacable. Todo ha sido una clase de Universae Philosophiae interminable.

¿Hasta cuándo?

Publicaciones Relacionadas

Más leídas