El comprometedor discurso asumido por el nuevo presidente de México, Andrés López Obrador, ante el Congreso Nacional y ante su pueblo en ocasión del histórico momento de su juramentación en presencia de múltiples Jefes de Estado y cientos de dignatarios de diversos países del orbe, sobrepasó las expectativas que era justo esperar visto su largo historial de lucha como ferviente defensor de la auténtica democracia, la independencia de los poderes públicos, la seguridad ciudadana, la reducción de los irritantes niveles de desigualdad económica–social y pobreza en búsqueda de la paz, la libertad, la justicia y la convivencia. El decoro y la trasparencia en el manejo de la cosa pública y los fondos del Estado, tal fue su límpida trayectoria política y su desempeño como gobernador del Distrito Federal de México.
Derrotado en dos contiendas electorales consecutivas por los pasados presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, el líder de “la Morena”, AMLO, “arrasó con más de 30 millones de votos, el más amplio respaldo jamás logrado por candidato alguno”, bajo el predicamento de “acabar con la corrupción y la impunidad que impiden el renacimiento de México, “y enfrentar el narcotráfico y la violencia orgánica y generalizada, desparramada por doquier en su país.
«Había necesidad de creer y López Obrador supo ver que había un estado de ánimo de bajón y de que seguir así nos llevaba la verga», interpretando fielmente el sentimiento de la nación mexicana y de tantos otros países.
Algunos analistas entienden que las tantas promesas de su discurso son exageradas o demasiado pretenciosas; otros, del sector opositor, más agresivos las tildan de demagógicas e irrealizables, tomando armas que de seguro no tardarán en orquestar una política de descredito porque no pueden admitir que con estas elecciones el pueblo habló, harto de abusos, con su voto. “Se inicia un nuevo Gobierno que comienza con un cambio radical de régimen político”, adoptando de inmediato medidas correctivas como lo hiciera Juan Bosch en su momento y más recientemente Jose Mujica, en Uruguay reduciendo su sueldo y ajustando a los funcionarios de su gobierno,sin permitir privilegios y abusos, combatiendo la corrupción en todas sus vertientes, dando ejemplo de austeridad y de civismo.
Mientras anunciaba esas y otras medidas atrevidas las cámaras enfocaban la figura desdichada del su antecesor, Enrique Peña Nieto, que me hizo recordar el rostro apesadumbrado del Dr. Joaquín Balaguer cuando en su presencia, ante Congreso Nacional, el presidente Don Antonio Guzmán Fernández, valientemente, desnudó los 12 años luctuosos de terror y despotismo, de corrupción y crímenes políticos impiadosos del viejo mandatario.
Ninguna gloria más efímera que la conquista del poder cuando se torna irrefrenable y se pasa del instinto natural de superación a la pasión por el dominio absoluto: el sometimiento de los demás a la voluntad y ambición personal, convertida la pasión por el mando en tiranía.
A eso hay que temerle y se le teme justamente para poder bajar del solio presidencial con la frente erguida.