FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
Entré a la taberna faltando un cuarto de hora para las siete de la noche. Es alrededor de las siete o las ocho cuando el lugar suele llenarse de parroquianos de todas clases. Eso me lo había informado Ignaz en dos ocasiones. Pensé que lo mejor sería estar temprano en el sitio e ir viendo llegar a los clientes habituales. Me senté en una mesa pegada a la ventana para poder mirar también hacia la calle. Poco después noté que me había colocado, justamente, bajo las patas de La gallina gorda, con riesgo de que me cayera un huevo en la cabeza.
El cartel ventanal de la gallina estaba pintado con grandes trazos de fuertes colores superpuestos; y con un dibujo gracioso y elemental. Podría decirse que era una aleación feliz entre el impresionismo y la publicidad.
Al poner las manos sobre la mesa sentí el típico olor de la cerveza, pero mezclado con los olores de la picadura del tabaco y del pan recién horneado. En realidad, se trataba de «un olor confortable»; (recordé en ese momento la expresión que Panonia aplicaba a cierta fonda de Budapest). Al cabo de veinte y cinco minutos el olor quedó mechado de voces, risas y ruidos de platos. ¿Cuál de estos tipos será el químico de Ignaz? En poco tiempo hubo un enjambre de conversaciones, gritos, palmadas. Los camareros parecían los únicos ajenos al caos. Llevaban y traían platos, de la cocina a las mesas y de las mesas a la cocina; servían bebidas, abrían botellas; y estas acciones tenían orden y sentido, pies y cabeza. Pero el caos era sólo aparente; en verdad el público que llenaba el salón principal tenía un régimen mucho más riguroso que el de los camareros. Lentamente fui acostumbrándome al humo, a los olores, ruidos, movimientos, a ese intenso rumor de humanidad encerrada.
Dicen en Praga que Tolstoi afirmaba que no hay cosa en el mundo más grata, generosa y buena, que un hombre «achispado». No borracho; porque el hombre borracho es capaz de cometer las mayores infamias e incluso crímenes horrendos. Pero el hombre «achispado» es alegre, expansivo, veraz, amable; disfruta de la vida y de la compañía de los amigos, es ocurrente y simpático. El problema consiste en que ese adorable «achispado» puede llegar, en el lapso de una hora, a una embriaguez desastrosa. Un bar contiene achispados y borrachos en proporciones diversas. Dentro del último tipo los hay mansos, agresivos, necios, sentimentales, depresivos, «confesionales», estáticos y «carnales». Una amplia gama que requiere de un «conocedor», por regla general, el bartender. Si un sujeto desconocido se acerca a usted para que le acompañe a beber una copa, a echarse un trago o a darse un palo, pregunte disimuladamente al bartender si el individuo tiene o no mala bebida. La forma de llamarle al trago es simplemente un asunto de educación; o de costumbres expresivas en este o aquel país. Lo importante es el arcoíris psicológico que va del «achispado» al beodo.
En una taberna, aunque no lo parezca, cada uno está en los suyo. Negociantes ávidos, escritores sin dinero, espías y vividores, políticos y hombres de mundo, alcohólicos puros, pervertidos sexuales, concurren en la taberna y permanecen juntos durante cierto tiempo, mirándose las caras, tratando de entender los misterios de la vida a través de las «revelaciones» del alcohol. Tengo vivo el recuerdo de un profesor de literatura que nos decía, a Ignaz y a mí, que el olor del pan mantiene a raya a la muerte; que la muerte no se atreve a entrar en una casa donde se sienta en el aire el perfume del pan caliente. Bebí la primera copa de vino; un tinto grato y suave que tuvo la virtud de estimular mi imaginación. ¿Era griego el escritor que citaba el profesor en relación con la muerte y el olor del pan? ¿Un cronista? ¿Un historiador? Ya está llena la taberna y no aparece nadie con cara de químico; y lo que es peor, tampoco ha entrado el amigo Ignaz.
Perdone la pregunta, señor, ¿Usted había estado antes aquí esperando a un joven húngaro? Miklós dejo de mirar las vetas de la madera de su mesa y volteó la cabeza para atender al intruso. Tenía la cara roja y la frente sudorosa. Si, he venido antes, contestó. Su cara me es familiar, agregó con forzada cordialidad. ¿No es usted la persona que hace una semana pronunció un discurso contra los políticos, apoyado en la barra, con una aceituna en la mano? Claro, los políticos han causado daños severos y duraderos en nuestro país: en las fronteras de la nación, en la marcha de la economía, en el valor de una moneda, en la calidad de la educación, en la moral de la sociedad. Son unos pillos irresponsables. ¿Por casualidad conoce usted a un señor de alguna edad, con bigote negro, químico de profesión, quien habitualmente visita la taberna y conversa con el estudiante húngaro? Claro que sé quién es: Krisztián Szabó. Pero no es mi amigo; quiero decir que casi no hablo con él. Es un aristócrata exclusivista; conversa únicamente con jóvenes graduados; y ni siquiera con todos. No vendrá hoy; solo viene los viernes. Si usted le espera pierde su tiempo. Tendrá que volver el viernes.
El hombre olisqueó su copa y la agitó un poco. Miklós levantó la suya y brindó: salud y prosperidad. ¿Cómo vamos a alcanzar la prosperidad con los políticos que tenemos hoy? Es imposible. Los dirigentes de los partidos de Eslovaquia, por ejemplo, estiman que la política es una mezcla de boxeo, prostitución y sindicalismo. Adulan a los obreros, los engañan y corrompen; lo único que saben hacer bien es dar golpes bajos. Así no podrá llegar el pan a las mesas de los pobres. Miklós, mirando atentamente su reloj, dijo a su interlocutor: son las nueve y treinta, debo irme. Praga, República Checa, 1993.