Un país atormentado por los homicidas de aparición instantánea. Las muertes por disparos y cuchilladas en el país podrían ser reportadas como menos preocupantes por su impronta estadística que por sus características circunstanciales, abruptas y truculentas, que hacen de la recurrencia apresurada a las armas un riesgo geográficamente ilimitado que toca puertas de manera impredecible y llama a la generalización del miedo.
La ley, el orden y el ciudadano pacífico se encuentran ante un enemigo poco perceptible para neutralizarlo. Su detonante más frecuente reside en fueros internos en los que ocurre la primera apretada de gatillo, y muchos espíritus son difíciles de desactivar en esta época.
La deshumanización prospera en nuestro medio por falta de conciencia sobre el valor sin precio de la vida y por el vacío de aprendizajes para refrenar los impulsos destructivos cuando los motivos no valen la pena. También por insuficiente persecución a los autores, facilidad para salir de la cárcel y un código Penal que ya no sirve para mucho.
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La sangre corre cuando menos se espera a veces por tonterías y hasta por la irracional búsqueda de un botín que a lo mejor solo alcance para una tercia de ron cuando las billeteras de las víctimas decepcionan. La existencia está también expuesta a la intemperancia de conductores ebrios llevándose al mundo por delante. Los accidentes de tránsito causan más tragedias que otras formas de homicidio al que ahora hay que asumir como fantasmagórico; indetectable hasta el último momento.