Un país de combatientes

Un país de combatientes

Las sociedades, en todas las épocas de la historia de la humanidad, se sustentan en principios fundamentales que se nutren del pensamiento de los hombres y mujeres que se convierten en depositarios de la conciencia de la colectividad y de sus anhelos. Un ejemplo de esto lo encontramos en el comportamiento histórico del pueblo chino. Tengo siempre muy presente este pensamiento que cinceló el sabio Lao Tse: “Acumular amor significa suerte, acumular odio significa calamidad. Quien no reconoce  los problemas termina dejando la puerta abierta y las crisis surgen”, pues me proporciona muchas respuestas a las interrogantes sobre el comportamiento económico de esa gran nación en las últimas décadas. Esta reflexión es muy oportuna en los momentos actuales.

Igualmente recordamos esta expresión que se atribuye al sabio oriental: El combate nada tiene que ver con la pelea. De aquí surge una cuestión fundamental: la caracterización  de dos protagonistas esenciales de los eventos definitorios de toda nación, nos referimos al peleador y al combatiente. El peleador rinde culto al individualismo, interpreta su rol en la sociedad en el sentido de sálvese quien pueda. Nunca admite sus errores, pues los considera como signo de debilidad. Se siente poseedor de la verdad, la de los otros prácticamente no le importa. El peleador prestigia  el yo y aborrece el nosotros. El combatiente, por otra parte, es aquel hombre o mujer que posee una visión de totalidad, que asume el colectivo en sus aspiraciones y las hace propias, pues entiende que si a la sociedad le va bien, a él le irá bien. Reconoce los errores sin sonrojo y procura por todos los medios no caer de nuevo en ellos. El combatiente comprende, sin importar su trayectoria de vida, que cada día surgen nuevas informaciones que lo inducen a cambiar de opinión, mas nunca de principios ni conducta de vida.

Similar comportamiento ocurre con las naciones: hay naciones en las que sus dirigentes son peleadores y también las hay que son dirigidas por combatientes. En las primeras, el atraso económico, inmovilismo y la insolaridad social se vuelven intrínsecos a ellas; en  las segundas, el progreso es continuo y la miseria se combate continuamente por efecto natural de ese progreso que se experimenta de manera horizontal, esto es, en todos sus componentes. Veamos el caso de China, una nación que descansa sobre el pensamiento de Confucio y de Lao Tse y que ejemplifica el papel de los combatientes. El desarrollo sostenido, continuo, de esta gran nación asiática, que sorprende cada vez más al mundo, está, como es lógico, cimentado en un modelo económico racional y funcional. Pero además de este soporte racional, posee otro: el espiritual que proviene de su cultura milenaria, que promueve el surgimiento de hombres y mujeres combatientes. Esta nación nunca perdió ese espíritu esencial de vida colectiva, en ninguna de sus etapas ni aún durante la revolución cultural de Mao, y ahora recoge los frutos que la convirtieron en un referente hacia el cual todos miramos. Y más aún, este modelo en que se conjugan lo racional con lo espiritual y lo cultural se extiende por todo el continente asiático, experimentándose igual comportamiento. Y es que la visión del combatiente se cumple en su totalidad: se trata de poseer conciencia de sí mismo, y de poner esa conciencia al servicio de los otros.

Hay, pues, razones de fondo que distancian estas dos actitudes dirigenciales, cuyas consecuencias repercuten directamente, para bien o para mal, sobre  los ciudadanos. El peleador, cuyo accionar se limita al presente, crea y promueve la ociosidad subvencionada, el dejar hacer, y con ello va hipotecando socialmente el futuro, el tiempo más vital en la construcción de una nación próspera y se le tira al basurero del presente. Y esto no le importa: el que venga atrás que arree. Así, la política pasa a ser la exaltación de la desafección generalizada, en lugar de una actividad estimada y generadora de entusiasmo y confianza colectiva.

El combatiente permanentemente se pregunta: ¿el poder para qué? mientras que el peleador poco le importa la interrogante: busca el poder por el poder mismo, para usufructuarlo, sin importar que con sus acciones convierta el futuro del país en un basurero. La gratificación instantánea y el consumo ostentoso  los impulsa y sostiene. El combatiente, por su parte, busca el poder para transformar a la sociedad e impulsar un progreso permanente que se sustenten en la solidaridad social con igualdad y una diáfana justicia.

La diferencia entre las naciones que prosperan, como las asiáticas, y las que no experimentan prosperidad donde la mayor parte de sus habitantes nacen, actúan y mueren sin conocerse a sí mismos como personas con dignidad y respecto es por que la primera posee la actitud del combatiente, mientras que la segunda responde a la voluntad del peleador. La diferencia entre estos dos tipos de país estriba -en tiempos de cambios tumultuosos y continuos, como ha ocurrido en las últimas tres décadas- en la actitud de los  dirigentes políticos, económicos, espirituales, sociales y comunicacionales: si tienen visión de futuro, actúan sin egoísmo, convencidos de que el bienestar individual debe ir parejo con el colectivo, si esto ocurre tenemos un país próspero, con igualdad creciente de oportunidades para todos; por el contrario, si esos líderes son movidos por intereses individuales,  priorizan la inmediatez y únicamente se miran a sí mismos, anclamos, inevitablemente, en un país sin propósitos y sin esperanza.

En el inicio del invierno de mi vida, estoy convencido de que llegará un día en que nuestro país será desbordadamente compuesto por combatientes y en ese momento la patria  amada logrará el destino manifiesto que le asignó el Creador.

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