Aunque un país sea enormemente rico no siempre sus habitantes pueden disfrutar de una condición de vida adecuada.
El mejor ejemplo de este planteamiento lo ofrece la República Dominicana.
Esta es una nación bendecida por Dios con su tierra productiva, sus cálidas costas pesqueras, sus minas llenas de minerales, entre otras tantas cosas.
Los informes del Estado indican que el Producto Interno Bruto (PIB) es cada vez más creciente, que hay una pujante inversión y una potente maquinaria industrial.
Virtualmente todos los renglones económicos dan positivos. Algo de lo cual se ufanan los que controlan el Gobierno.
Hay muchos residenciales llenos de casas de lujos, calles con vehículos costosos, complejos hoteleros paradisiacos y restaurantes sumamente exquisitos.
Sin embargo, hay una realidad que habla de una pobreza espantosa.
Es terrible las penurias que pasan los dominicanos al momento de ir a un hospital. Los ciudadanos se retuercen de dolor en los pasillos, en el suelo o en camas mugrosas.
No hay medicinas ni equipos funcionales. Y los médicos y enfermeras viven desmoralizados por la escasez de los salarios que reciben. Para completar sus compromisos familiares y económicos se explotan saltando de un lugar a otro.
Lo mismo ocurre con la educación. Todavía los periodistas siguen encontrando a maestros impartiendo clases en casetas destartaladas.
Un maestro en República Dominicana se gana en un año lo mismo que devenga un profesor en Estados Unidos en solo un mes.
La canasta familiar anda lejos de los 25 mil pesos mensuales. Sin embargo los militares y la mayoría de la clase trabajadora no devengan ni la mitad de esa cantidad.
Dos cosas se necesitan para cambiar esta situación: funcionarios capacitados y líderes políticos que realmente amen a su pueblo. No que de él se burlen.