Un país sin clase dirigente

Un país sin clase dirigente

MANUEL E. GÓMEZ PIETERZ
El nuestro es un singular país de dirigentes sin clase, de clases sin dirigentes y, sin clase dirigente. En lenguaje coloquial, una persona de clase es alguien cuya conducta está regida por principios y creencias, elevadas pautas de comportamiento, y educadas formas de expresión tradicionalmente asentadas y transmitidas por la familia.

La tradición es su primera fuente; la familia su primera cátedra. Postulemos que son clase los grupos sociales aglutinados en torno de actividades más o menos homogéneas; la industria, o el comercio por ejemplo. En nuestro medio, el interés de sus «dirigentes» no suele trascender de lo particular a lo colectivo.

Un auténtico dirigente de la clase industrial, o de la comercial dotado de conciencia de clase, debería reaccionar en forma contestataria ante medidas del poder público que afecten negativamente la capacidad financiera del público consumidor, porque ello afecta lesivamente el interés de su respectiva clase. Aquí vemos en cambio, como tales «dirigentes» son indiferentes cuando su clase provoca el mismo efecto por vía del agiotaje, la especulación y la consecuente inflación; o cuando burlan al fisco la entrega del «itebis» que el comprador ha pagado; incurriendo en robo por partida doble: al fisco, y al público consumidor.

En la estratificación social dominicana los grupos de mayor influencia y poder se disputan inconsecuentemente la propiedad y el control del país en una especie de comensalismo con el sistema político al cual soterrada y circunstancialmente propician y dan apoyo económico sin asumir compromiso alguno ante la fuente de la soberanía legitimante (que es el pueblo). Son los amos del país exonerados de la responsabilidad de estructurar y forzar un invisible código de conducta que inspire una mística de respeto a la autoridad y las leyes, así como las normas de comportamiento y las pautas de imitación imprescindibles para el ascenso social. Cuyo menosprecio exponga al ciudadano a la sanción moral y al anatema de la picota pública.

Sin la continua presencia de una auténtica clase dirigente, sin su efectiva vigilancia de las normas de movilidad y ascenso social, nuestro país estará permanentemente inerme ante el asalto brutal del oportunismo populista; cuyos únicos requisitos para acceder y ascender, son la audacia, la astucia, la inescrupulosidad, la deshonestidad y una privilegiada dosis de cinismo y desfachatez.

Una auténtica clase dirigente debe poseer plena conciencia del origen y el deseado destino de la nación en una visión prospectiva del futuro. Identificarse con, y hacer suya y viable, un proyecto de nación en el cual el «Estado Dominicano» sea una legítima y respetable realidad. La ingente tarea del presente consiste en movilizar la génesis de una real clase dirigente. Difícil tarea que deberá ser acometida por una intelectualidad con poco o ningún sentido de clase. Penosamente nuestros intelectuales no suelen ser solidarios. No pocos, resienten en vez de apoyar y estimular las buenas ideas y los escritos ajenos.

Que somos un país y una sociedad huérfanos de clase dirigente, tiene su confirmación en el comportamiento del liderazgo de la mayoría de nuestros estamentos públicos y privados, durante la perversa crisis total desatada y profundizada por la incompetencia, la ambición del reeleccinismo presidencial y corrupto manejo de la cosa pública del pasado gobierno, y que su «historia oficial», en brutal cohonestación de los hechos atribuyó a una «fraudulenta quiebra bancaria» que con fines de pillaje las propias autoridades provocaron.

No habían transcurrido veinticuatro horas del primer acto de ese nefando sainete, montado el 13 de mayo del 2003, cuando la cúpula empresarial se pronunció en imprudente apoyo del mismo. Muda expresión de clase dirigente.

En medio del evidente vacío de clase dirigente, el presente nos ha traído a Quirino y al metro de Santo Domingo, como los temas más importantes del momento expuestos al escrutinio público. El primero, ha producido gran revuelo en la opinión pública del país y ha sido objeto de preocupación y análisis de periodistas independientes, serios unos, superficiales otros, concluyentes ninguno. El abogado de Quirino, más que como su defensor en estrado, actúa como su relacionador público. La jurisdicción apoderada, da muestras de vacilación e indecisión. Y no es identificable en este infamante caso, expresión de clase dirigente alguna.

El metro de Santo Domingo es harina de otro costal. Proyecto de difícil juzgamiento por su complejo contenido de vanidad; hiperoptimismo altruista; desequilibrio entre la factibilidad técnica y la económico-financiera; grado de compatibilidad entre la elevada innovación y modernidad del servicio propuesto, vis a vis la capacidad de asimilación del usuario; y la notable y eficiente capacidad técnica, de trabajo y decisoria del promotor. Estamos indudablemente ante un proyecto de muy alto riesgo: económico para el país, político para el partido de gobierno, que con él se juega su futuro.

Aunque consideramos que el metro es un proyecto bueno y necesario, abrigamos muy serias dudas sobre su factibilidad si se ignora el constreñimiento de la oportunidad. Proyectos de esta naturaleza requieren agotar una etapa de legitimación mediante el público debate entre quienes se consideren afectados (beneficiados y perjudicados). Así funcionan los proyectos de reforma; y éste, lo es. Y requiere como ninguno la expresión manifiesta de una clase dirigente.

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