Un país de ciudadanos

<p>Un país de ciudadanos</p>

PAULO HERRERA MALUF
Juan Pablo Duarte fue, sobre todas las cosas, un atrevido. Con apenas 25 años, logró convencer a un puñado de jóvenes para, a la usanza romántica de la época, formar una sociedad secreta que tenía el presuntuoso propósito de iniciar la construcción de un país libre. Vaya osadía. Y vaya visión.

 

El joven Duarte no se limitó a plasmar en un papel lo que vislumbraba para aquella primitiva sociedad criolla. Se atrevió a dedicarle su vida, en tiempo y recursos, a convertir ese sueño imposible en una realidad práctica. La grandeza de Duarte radica, precisamente, en la excepcional combinación de entrega incondicional con idealismo visionario. Padre de una patria por derecho propio. Todo un atrevido.

Ciertamente, atrevimiento es la mejor palabra para definir el proyecto de construir, sin manuales, un país libre. Porque, pensándolo bien, ¿cómo se construye un país libre? ¿Qué es, después de todo, un país libre?

Aquel en el que los individuos pueden convivir pacíficamente, autodeterminar su destino colectivo y ejercer la creciente lista de derechos que son reconocidos universalmente como fundamentales, es un país libre.

Ese, y no otro, es el sueño de Duarte para los dominicanos y las dominicanas. Un país de ciudadanos y ciudadanas. No un país de súbditos de imperios ajenos ni un país de siervos sometidos a soberanos absolutos. Tampoco un país feudal, donde es la propiedad la que determina el valor del individuo en el sistema social.

¿Dónde estamos hoy con relación a la visión del patricio? Entendemos que un ideal es, por definición, una meta que nunca se alcanza totalmente. Pero, ¿estamos hoy más cerca o más lejos de aquel sueño que arrancó con la fundación de La Trinitaria en 1838?

Hay que admitir que el camino desde entonces ha sido largo, arduo y – al menos desde el punto de vista de muchas generaciones de dominicanos y dominicanas – frustrante. Todavía hay muchos derechos a los que millones de ciudadanos y ciudadanas no tienen acceso y todavía el Estado funciona, en demasiadas instancias, en contra del individuo y no a su favor.

Sin embargo, cuando colocamos los acontecimientos en un contexto de evolución histórica, podemos darnos cuenta de que nunca estuvimos más cerca del concepto duartiano de país. O, por lo menos, nunca habíamos tenido menos obstáculos para acercarnos a él.

La autodeterminación, si bien en un contexto globalizado de interacción geopolítica, es una realidad indiscutible. Atrás quedaron las luchas entre caudillos regionales y atrás quedaron los tiempos de oscuridad de las dictaduras sangrientas. Dominicanos y dominicanas tenemos bastante libertad de expresión, aunque no nos caractericemos precisamente por nuestra tolerancia. Asistimos puntual, regular y ordenadamente a las urnas y hemos logrado consolidar una cultura de democracia electoral.

En otras palabras, si bien es cierto que le falta mucho a la edificación de un país auténticamente libre, no es menos cierto que las condiciones para completar la obra están ahí. Nunca como ahora dependió menos esta tarea de circunstancias externas o de situaciones que escapan a nuestro control. Nunca como ahora dependió tanto de nosotros mismos, los ciudadanos y las ciudadanas, este avance hacia la articulación de un verdadero estado de derecho.

¿Qué le falta al país dominicano para alcanzar un estado superior de convivencia democrática? Es obvio que la carencia más fundamental de la que adolecemos es la de instituciones sólidas y creíbles que puedan ser garantes de los derechos individuales y colectivos, aún en circunstancias de asimetría de poder. Instituciones que puedan imponer la transparencia a quienes – por elección, por comisión o por herencia – manejan recursos e informaciones que son propiedad pública. 

A su vez, lo único que falta en la República Dominicana para construir de una vez por todas estas instituciones es decisión. Ya no quedan más obstáculos. Hace falta, por un lado, voluntad en el liderazgo político. Por otro lado, y más que cualquier otra cosa, hace falta que la ciudadanía se decida a presionar con todo su poder para arrebatarle esa voluntad a los actores políticos del sistema.

En otras palabras, tenemos que atrevernos. Nada queda que nos lo impida. Depende sólo de nosotros el atrevimiento de inmiscuirnos organizadamente en la construcción de la institucionalidad que acabará por hacernos libres. Este atrevimiento sería un distante y modesto remedo de aquel heroísmo existencial de Duarte, así como del sacrificio de otros y otras que apostaron sus vidas para llevar el país hasta donde lo encontramos hoy.

Llegó la hora de atreverse a continuar la obra. No hay mejor manera de honrar a aquellos y aquellas que la iniciaron. Ni mejor legado.

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