Un paso al frente de la noche

Un paso al frente de la noche

La ciudad de Onetti ya no existe. Murió hace más de cuarenta años, dragada hasta en su niebla, inhumados los espectros y los heraldos de sus bajos fondos, malevos y réprobos que al encender un cigarrillo trazaban grandes urbes en su llama: estraperlistas, perdonavidas, tramperos carnales, tahúres que levantaban emporios con una mirada: todo un infierno oficioso de afrentas y querellas insolubles, toda una desolación marginal y contigua al nuevo día, la última jurisdicción delictiva y anárquica de un deicida taciturno que impuso su descreimiento contra el mundo, que amputó sin un suspiro las gangrenas del amor, y que supo encastillar los flancos de la historia a los inmortales vigías del pesimismo, para que su propio festín creador o cualquier euforia furtiva, cualquier adhesión o concordia sigilosa con la vida, no fueran nunca escamoteadas por la turbamulta del poder.

La ciudad de Onetti ha sido abolida por más de una generación, por toda una juventud que no quiere ser una parodia de sus mayores, esa que se enamora sin ceremonias, que baila sin el morbo contenido de los adultos, que copula a cualquier hora y aborta sin remordimientos, que se droga para no ver las alianzas purulentas ni oír los reclamos de tantos líderes prostituidos, distinta a otra juventud arrolladora que aspira a enriquecerse sin una cana y sin un libro bajo el brazo, que desecha misterios, dioses, espíritus que no sean útiles, esa juventud de “triunfadores” que no tienen un sentido trágico de la vida porque pueden digitar la muerte, las rebeliones más carniceras, las catástrofes o la hambruna planetaria desde un sillón ejecutivo o desde su propia cama, rodeados de una nueva parafernalia electrónica.

En la ciudad de Onetti no hay discotecas ni videos ni andróginos ni raperos ni moteles con jacuzzis. Otros son los escenarios, y los seres que se urdían desandando viejas evasiones y añoranzas. En la ciudad de Onetti los adultos eran la generación perdida. Por eso el aliento de incredulidad y desarraigo que envolvía sus vidas, era el escudo más firme contra la ruindad premeditada de los otros, y al mismo tiempo la única forma de lucidez posible para resguardarse o escupir el inmundo legado de lo moral social. Había entonces para esos hombres con sombreros y zapatos bien lustrados –todos con una madurez imperiosa y un destino previsto–, una ciudad clandestina, un arrabal preferido al otro lado del río o lejos de sus puntuales deberes. Muchos eran decanos de la seducción, cazadores de vírgenes barriales, lobos de paso atentos a un recodo goloso de las madrugadas, artífices de silencios que parecían celadas imbatibles, cada uno proscrito a su manera, ufanos de ser antihéroes en una sociedad de paradigmas muertos, conscientes del chasco de existir, mancomunados por un desprecio victorioso, por una sospecha legítima contra los códigos del orden y las verdades oficiales.

Onetti sobrevivió a los funerales de su ciudad. Tan convencido estaba de su deceso epocal, que jamás volvió a ella, al periplo nutricio, al Montevideo o al Buenos Aires de los años 40, a esa ciudad datada que él saboteó y transfiguró en otra baronía verbal, en Santa María, una ciudad a la medida de su soledad y a sus pesadillas y sus resquemores, una ciudad empoemada que él fue construyendo con coartadas limpias, alineando pesadumbres y rituales, cisne y buitre, en diálogo permanente con el sátiro y la puberta, rememorando fracasos y perversidades, desdoblamientos de poco más de media docena de personajes que eran la suma ilusoria de un alter ego malogrado. Aquellos dobles sinuosos, aquella personalidad acrecentada de ‘vidas breves’, aquellos heterónimos –que al igual que Pessoa– reafirmaban una identidad dividida, aquellas máscaras sucesivas que encubrían seres grises y torcidos, aquellas mutaciones para encarnar labores y oficios soñados y sin embargo evilecidos por un demiurgo enajenado y claudicante, rematado en algún astillero, en algún burdel, terminaban siendo la revancha fatua de un nihilista desconcertado, de un esteta apercibido de que el acto de escribir, su obra misma, sería siempre un señorío de cenizas.

Y por si acaso el azar pudiera rendir con otras alboradas su ciudad vitalicia y conjurarse contra aquellos hombres que solían echar pulsos contra la muerte –ya curtidos por el desamparo, ya entrenados en el desengaño–, los empinó por encima de su memoria y los abrigó bajo una terca, inmensurable guadaña metafísica, advirtiéndoles que, cada vez que dieran un paso al frente de la noche, “supieran que no hay en ninguna parte una mujer, un amigo, una casa, un libro, ni siquiera un vicio que pudiera hacerlos felices”.

(“Legajos del Tenebrario”: Compendio de ensayos, aforismos, artículos, crónicas y otras escrituras del disenso, Libro in crescendo de Pedro Peix (1972-2014)).

Publicaciones Relacionadas

Más leídas