Un postre de carnaval

Un postre de carnaval

CAIUS APICIUS 
Madrid (EFE).-
Estamos en tiempo de Carnaval, y en todo el mundo se habla de cómo se festeja en lugares como Río de Janeiro, Niza, Venecia… De cómo se festeja, sobre todo, en la calle; pero a uno le gustaría saber, además, cómo se festeja en la mesa, si tanto desfile y tanto disfraz dejan tiempo para comer.

Curioso, porque el propio nombre de Carnaval implica ya una idea gastronómica: la carne. En tiempos no demasiado lejanos, cuando las cosas religiosas tenían mucho más peso en las costumbres de la sociedad civil, la Cuaresma implicaba, para un católico, una serie de privaciones en la mesa.

 La principal, la de la carne: no se podía comer carne, ni derivados cárnicos, en toda la Cuaresma. Esto, por un lado, dio lugar a una magnífica cocina específicamente cuaresmal; por otro, a los excesos gastronómicos que tenían su culminación los días de Carnaval, cuando la gente se despedía de la carne –y conste que aquí sólo hablamos de la carne comestible– hasta Pascua.

  Y en la vieja Europa decir carne era decir cerdo; así que la gastronomía de Carnaval giraba –y aún gira– en torno a los diversos frutos del despiece de tan benéfico animal. Pero no sólo de carne, aunque sea de cerdo, se compone un menú: necesita una entrada y, claro, algún postre. Ahí queríamos llegar.

 En mi tierra natal, Galicia, hay varios postres típicos del Carnaval; pero el más importante consiste en una especie de tortillas –léanlo en el sentido mexicano, no en el español– que allá se llaman ‘filloas’. Son un condumio antiguo, muy antiguo, y muy similar a una especialidad francesa, bretona concretamente, que sí es bien conocida en todo el mundo: las crepes, que en muchos lugares se castellanizan en ‘crepas’.

La receta es sencilla, al menos en su versión gallega. Verán: hay que hacer una masa, una pasta, que allá llaman ‘amoado’. Para una cantidad razonable, provéanse de media libra de harina de trigo. Pónganla en un cuenco de vidrio y añádanle cuatro huevos, una pizca de azúcar y como una cucharadita colmada de sal fina. Mezclen bien.

Añadan entonces un litro de leche, mejor entera, y batan todo bien hasta que la mezcla sea homogénea, sin grumos, y tenga la consistencia de unas natillas espesitas. Gana si la dejan reposar, tranquilita, como media hora.

Pasado ese tiempo, requieran una sartén. Pinchen en un tenedor un buen trozo de tocino –ya ven: hasta aquí aparece el marrano– y, puesta la sartén al fuego, pasen repetidamente ese tocino por su fondo, de modo que cada vez desprenda algo de grasa.

Llegó el momento. Extiendan en el fondo de la sartén un poco de ‘amoado’; recuerden que una de las virtudes de las filloas –y de las crepes– es su delgadez. Cuando se desprenda fácilmente del fondo, denle la vuelta. No hagan ustedes números circenses: no la volteen lanzándola al aire y poniendo su confianza en la divina providencia para que la haga caer de nuevo en la sartén. Denle la vuelta, digo, y háganla por el otro lado.

Cuando esté -ojo: no debe tostarse, sólo colorearse un poco- retírenla de la sartén y vayan repitiendo la operación, incluido el toque de tocino cuando sea menester hasta agotar el ‘amoado’.

 Para comerlas, lo más sencillo es extender una filloa en un plato, espolvorearla de azúcar y enrollarla sobre sí misma; por supuesto, quien dice una dice una docena, pero una después de otra. Hay, claro, más posibilidades: ponerles miel, rellenarlas con nata, o con crema pastelera, con confituras… Ahí tienen una de las imágenes más queridas del carnaval gallego.- 

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