Ante los ojos de todos está un hecho cierto: el consumo de estupefacientes está en aumento en casi toda la geografía nacional. Particularmente entre los jóvenes.
No hay pueblo donde se diga aquí no se consume droga. Y, más todavía: se habla del fenómeno con cierta naturalidad.
Ya son relativamente lejanos los tiempos cuando los estupefacientes eran consumidos en determinados núcleos urbanos y por los miembros de unos muy conocidos sectores sociales. Ahora es una práctica socialmente universal en las ciudades y con cierta presencia en los campos.
A veces llega la noticia de que en el lejano Sur, allá en las sequedades más intensas del clima, han atrapado a una cantidad determinada de jóvenes vendiendo y consumiendo narcóticos.
O que en el Este, en el extremo de las aguas caribeñas, la cocaína abunda como la verdolaga y que se consume con desgraciada frecuencia.
Y se conocen, además, las estadísticas de las cárceles y caemos en la cuenta de que casi las dos terceras partes de los prisioneros guardan prisión por asuntos de estupefacientes.
Los albergues de Hogares Crea son insuficientes para recibir a los cientos y cientos de jóvenes y adolescentes que necesitan una mano amiga que les conduzca por el largo y zigzagueante camino de la rehabilitación.
También es insuficiente el trabajo de Casa Abierta, de Reto a la Juventud y de tantas otras entidades laicas y religiosas que se dedican a prevenir el consumo de sustancias prohibidas, porque la demanda las desborda y porque es más la vocación y el interés de servir que la disponibilidad de recursos.
No hay, pues, espacio para las dudas ni para las largas y adormecedoras charlas sobre la presencia del narcotráfico en la República Dominicana.
Los hechos son los hechos, tozudos y tercos.
¿Qué hacer?
Importa, eso sí, que nos preguntemos qué están haciendo las familias, qué están haciendo las comunidades, qué está haciendo la sociedad y que está haciendo el Gobierno para evitar que esta carrera alocada, letal y promotora de violencia y muerte continúe. Probablemente pocos saben qué puede hacerse, pero lo que está claro es que si las familias, las comunidades, la sociedad y el Gobierno se cruzan de brazos, como hasta ahora, mañana será peor.