Un pueblo desidioso que descuida su patrimonio

Un pueblo desidioso que descuida su patrimonio

Una característica de los dominicanos es la debilidad genética que intentamos ocultar para que no nos etiqueten por el descuido de nuestro entorno. La desidia nunca la hemos admitido como una de las razones fundamentales del descuido generalizado del entorno social y del atraso donde desarrollamos nuestras actividades. El contacto con otras culturas y costumbres de fuera de la isla ha salvado al país de la hecatombe social.
Somos un pueblo desidioso por naturaleza. Lo llevamos muy incrustado en nuestros genes y de ahí que las mentes brillantes y organizadas locales se ven envueltas en lo que se percibe en sus alrededores. Aceptan ese ambiente desidioso que domina la sociedad. Y ese no hacer nada se entroniza como un don en que se deja para mañana lo que se puede hacer hoy y es el arrastre genético de toda nuestra vida.
Es una situación extraña. Pese a tener conciencia de lo que se debe hacer para el desarrollo y organización del país, nos amoldamos al sentir desidioso de un pueblo de indolentes. Solo se busca vivir bien con el mínimo esfuerzo. El recuerdo de nuestros ancestros indígenas, si es que queda algo ancestral, es parte de una cultura de pasarla bien procurando que nada perturbe esa inercia social. En el ambiente social se mezclan parte de los hábitos de orden y limpieza pero al mismo tiempo lo domina la desidia de dejar las cosas que sigan su curso de la autodestrucción. En este siglo XXI los plásticos y basura en los ríos y en el mar habla a las claras de una conducta irresponsable fruto de la desidia congénita.
Y en donde se manifiesta ese conducta de la desidia es en el sector público que tiene que ver con el servicio que deben rendir a la ciudadanía, desde una simple tubería de agua en la calle que la expulsa constantemente hasta una moderna autopista que debe brindar seguridades de servicio a los usuarios. Hay toda una gama que el espíritu desidioso de los dominicanos deja su impronta para que modernas instalaciones comiencen a fallar al poco tiempo de inauguradas. Entonces no ofrecen la utilidad para la cual fueron construidas. La presencia de numerosas empresas extranjeras en especial las mineras y hoteleras contribuyen a compensar esa desidia tradicional y obtener un buen servicio. Al mismo tiempo es la cultura foránea que nos da una imagen de cómo debe cuidarse ese activo para lograr rendimientos óptimos de lo que se ofrece ya sea una manufactura, un alojamiento o un restaurante agradando a los clientes en un ambiente de limpieza, orden y calidad.
La desidia está entronizada en el sector público en donde la costumbre de los burócratas es enriquecerse y hacerse los chivos locos para no cuidar la vida de los inmuebles y equipos que se han colocado bajo su responsabilidad y puedan ofrecer el servicio para el cual fueron proyectados, un uso confortable y seguro a la ciudadanía.
La desidia se incrementa en el servidor público cuando por razones de ética y control se elimina el acceso al mal uso de los recursos públicos, si es que existen controles eficaces para frenar la corrupción. Ese no es el caso dominicano y entonces la desidia se ve arropada por la angurria del político o el burócrata que se la busca a como dé lugar para mantenerse en la tradición centenaria de malversar los recursos públicos.
El poco interés por el mantenimiento constante y sostenido de las edificaciones públicas es una impronta que se lleva muy arraigada en la mente de los empleados. No existe una obra con poco tiempo de puesta en servicio que no presente señales de deterioro por el descuido que nace junto con la terminación de la obra. Esto se ha visto en casos recientes de hospitales y escuelas que pomposamente inauguradas se le caen pedazos en la primera semana de servicio al público o sus techos filtran a raudales.
Las estructuras más perjudicadas por la desidia del burócrata son las de aquellos monumentos erigidos para destacar a un personaje o un hecho histórico. Y el que se lleva la palma del descuido, o abandono por ser una obra de pocos años de finales del siglo pasado, es el Faro a Colón, que inaugurado con la algarabía de la celebración del Quinto Centenario del Descubrimiento, tiene apagada las luces de la cruz desde hace 12 años y sus paredes están deterioradas por las filtraciones y alimañas. Hasta ha sido necesario cerrar algunas de las exhibiciones donadas por los gobiernos de los países del hemisferio por esa descuido innato y se le añade el abandono del entorno. Es un símbolo perenne de la desidia dominicana en un sitio donde parece que no hay muchos estímulos al fervor de los funcionarios para realizar su trabajo.

 

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