Un reclamo por la dignidad

Un reclamo por la dignidad

PEDRO GIL ITURBIDES
El nuevo convenio con el Fondo Monetario Internacional (FMI) es entendible desde dos planteamientos diferentes. Es un acto propio del Gobierno Dominicano, concebible porque el Estado Dominicano es miembro de ese organismo multilateral. Lo pacta el titular del Poder Ejecutivo, al amparo del numeral 10 del artículo 55 de la Constitución. El dispone su firma como un atributo de su capacidad para concertar convenios nacionales o internacionales.

Pero, ¿es de sola atribución de la cabeza del Poder Ejecutivo, que lo es el Presidente de la República? Para muchos, incluyéndonos, bien estaría que se compartiera esta responsabilidad con otro Poder del Estado, el Legislativo.

El espacio legal está hecho para ello, conforme lo prevén los numerales 13 y 14 del artículo 37 de la carta sustantiva del Estado.

Pero muchos convenios con el FMI tienen surrapa. Por su carácter de pacto supranacional que se vuelve instrumento interno de política fiscal, éste, el de ahora, se cierne como un reproche sobre los administradores del Gobierno Dominicano. Un cúmulo de recriminaciones son esgrimidas contra nuestros

gobernantes, escondidas éstas en los requerimientos sobre gastos e inversiones. Se les recuerda que debieron distribuir apegados a normas de buen gobierno, con sentido de bien común, y que, en cambio, dispendiaron apegados al bien particular y propio.

Del objeto de estos convenios se infieren, además, veladas amonestaciones a todo el pueblo. Se nos dice sin decírnoslo que al elegir gobernantes capaces del derroche y la dilapidación, y no pocas veces del dolo, somos sujetos de

ajustes coyunturales o estructurales. Se nos culpa por la necesidad de nuevos gravámenes o los aumentos en los precios de combustibles y servicios generados con ellos como factor de producción, debido a que escogimos sin el debido discernimiento. Se nos increpa, en fin, por repetir los yerros históricos, como si fueren un maleficio proferido por hados del averno.

Cuando no existía el FMI se nos impuso la Convención Domínico Americana de 1906. Debido a que ante las obligaciones derivadas de ésta interpusimos la anarquía fiscal y el desorden político, sobrevino la invasión de 1906. Claro

como el agua y ofensivo como chismosa vecina de patio, el capitán H. S. Knapp nos enrostró las faltas imputables. Y con todas y cada una de nuestras erráticas manifestaciones enumeradas en su proclama de ocupación, nos

enfrentó a la realidad. La invasión enervó el cerril patriotismo, no así despertaron la vergüenza o la verdadera dignidad nacional.

Por ello sobrevino la mediatización a la soberanía económica sufrida en 1984. Hacia esa época, y desde cuarenta años antes, existía el FMI. Habíamos roto un equilibrio fiscal de lustros, y recurrimos al organismo como a una muletilla para establecer una disciplina de gastos que debimos sostener por nuestra cuenta. De los impuestos y de la «sincerización» de precios derivada de los ajustes, surgió la hecatombe social a la que el Presidente Juan Bosch llamó poblada. El número de muertos, heridos y presos marcó en forma indeleble a esa administración.

¡Pero ni siquiera por el dolor sufrido entendimos que la dignidad nacional se sostiene en el comportamiento propio, y que lo de propio corresponde al pueblo pero comienza con el gobierno! A las andadas volvimos, al escoger nuevas administraciones que encontraron en los ingresos públicos el tesoro de Cofresí. Y encima de las que fueron reprobables acciones por las que se contemplaron cambios en los modos de vida, estuvo la ilogicidad en el gasto público. En Nación de seculares privaciones, sin cultura ni capacidad para el ahorro, los gobiernos deben suplir las carencias.

¿Cómo? Produciendo el suficiente ahorro para destinar a inversión directa en infraestructura social, e indirecta al estimular la producción de bienes y servicios. Pero para eso, lógicamente, hemos de olvidar las ansias propias y las de cuantos se abanderan a nuestra sombra. Para eso, en cambio, hay que pensar en el pueblo, sustrato, basamenta estructural y esencia de la Nación.

Si en ese pueblo no pensamos primero, para dignificarlo, promover a sus hijos preteridos y olvidados, y elevarlo, siempre sufrirá la República por los dichosos ajustes coyunturales o estructurales.

La dignidad de la República no se sustenta en discursos rimbobantes. Cobra sentido y se vuelve realidad sostenible ante terceros, cuando una suficiente mayoría poblacional acoge valores morales como la probidad y la integridad.

Y cuando somos capaces de adornar estos valores con decoro y templanza.

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