PEDRO JULIO JIMÉNEZ ROJAS
De encomiable puede calificarse la esforzada labor de rescate que en las letras dominicanas está llevando a cabo la Sociedad Dominicana de Bibliófilos, intentando mediante esta acción poner al alcance de las nuevas generaciones el pensamiento e ideario de prestigiosas plumas, que en el pasado, tuvieron una destacada participación en nuestra vida socio-política.
Quiero de inmediato dejar establecido, que con la excepción del inquilino ad-vitam de la Secretaría de Estado de Relaciones Exteriores, nunca he conocido siquiera de vista a nadie con el patronímico Logroño, ni mucho menos tener lazos de amistad con alguno de ellos, a pesar de llevar residiendo más de cuarenta años en el burgo patricio, en la urbe colombina como llamaba a Santo Domingo su distinguido antepasado.
Debo confesar además, que un rasgo distintivo de mi carácter es el tener siempre nostalgia de un tiempo no vivido, de creer como Jorge Manrique que todo tiempo pasado fue mejor, embriagándome con frecuencia la historia de la República Dominicana en general y de su ciudad capital en particular, durante los años finales del siglo 19 y las primeras décadas de la centuria siguiente.
Del licenciado Arturo Logroño solo conocía lo que la leyenda popular le atribuía, o sea, que era un tribuno, un orador comparable al arzobispo Meriño, Eugenio Deschamps, Rafael Estrella Ureña y Joaquín Balaguer; propietario de un exquisito sentido del humor, evidenciado en el desenlace del affaire Trujillo-Barletta, y también, ser uno de los más relevantes trompeteros de la llamada Era Gloriosa. Después de leer sus interesantes «Papeles» cuya absorbente lectura en ocasiones hacía que se me olvidara comer como le sucedió a Víctor Hugo leyendo a «De Rerum Natura» de Lucrecio, mi valoración histórica de este corpulento y lipídico personaje ha cambiado radicalmente, y a la vez sumergido en profundas reflexiones respecto a lo convenido en llamar el destino de los hombres.
Lo que polariza en primer lugar la atención del lector es el rebuscamiento de su estilo, la pomposidad con que se expresa, la exuberancia de tropos y extravagancias retóricas indicadores no solo de una vasta cultura humanística sino también, de una universal ilustración propias en quienes se entregan con pasión al cultivo de la Historia y la Literatura. Sólo a Logroño se le ocurría denominar Stradivarius alados a los ruiseñores; cimitarras corvas a las vainas de los flamboyanes; derrotas de espuma a las olas; al Baluarte del Conde un inmenso libro de granito en donde está esculpido el poema del patriotismo dominicano, y a la Línea Noroeste un vasto erial tendido como una página yerma entre Monte Cristy y la ciudad del gran Ulises (no desde luego el de Homero, sino el santiaguense Ulises Francisco Espaillat).
Su desorbitada fantasía le hacía decir que el río Yaque del Norte es una boa cantarina y gemidora que se desliza murmurando amores al pie de los almendros santiaguenses, y también, que los siete ingenios azucareros que rodean a San Pedro de Macorís tejen una corona de chimeneas en derredor de la urbe, constituyendo las siete notas musicales de su bienestar. Un detalle que lo singularizaba de los grandes oradores del país era la naturaleza galante de sus discursos, su rendido homenaje a la belleza de nuestras mujeres, lo cual expresaba al final de sus ponencias cerradas por lo general con su habitual: he dicho. En relación a esto último es memorable el discurso «Moca, la feraz y heroica» pronunciado en esa ciudad el 21 septiembre de 1918 donde señala: «Las mocanas, miel del panal cibaeño, distinción nativa, palidez, mate de remotos abolengos; manos blancas finísimas, archiducales, que hacen sollozar el piano en las noches de plenilunio. Las mocanas de atrevido perfil clásico, irreprochables pies y manos pequeñas; castas como la propia castidad, ignoradoras de que Marcel Prevost escribió un libro perverso; buenas y suaves, lánguidas bellezas, morenas a ratos, blancas pálidas con mate geórgico en el lindo rostro oval casi siempre. Las mocanas os deslumbran mas que Moca y las tierras mocanas y son, en el Cibao, tabernáculo de virtud sincera y altiva, y gracil arca de amor casto y fecundo». Quiero indicar que en este discurso empleó el término teobrómico para referirse al cacao, calificativo que como ingeniero agrónomo que soy, jamás he visto en libros de la profesión y mucho menos en obras literarias.
Desmedidas hipérboles y artificios grandilocuentes al granel encontramos en célebres discursos como «Nuestros parques», «El sur de la República Dominicana, tierra de pasión, de sacrificio y de futuro» y otros de igual traza, aunque es obligatorio admitir, que con reiteración exageraba resultando incomprensible para el gran público, como de seguro aconteció al pronunciar un discurso en la Casa de España el 11 de octubre de 1946 en celebración del Día de la Raza. Dijo así en esta circunstancia: «Bien que hecho de menos en esta Fiesta de la Raza a algunos de los viejos y esforzados animadores de la cultura en esta benemérita Casa de españa, quienes ya pagaron el óbolo a Caronte y observo que virginales cabezas que eran entones bosque endrino o chorro fulgente de libras esterlinas, son ahora gavillares de plata serena». Para mí esto es un verdadero aquelarre de metáforas que bordea los límites de la alucinación.
Sin embargo es necesario consignar, que esta forma rimbombante y artificiosa de decir las cosas hoy en completo desuso, además de reclamar una extensa cultura e instrucción procura un auténtico placer, un intenso goce que los de la estirpe de Arturo Logroño experimentan al redactar sus elegantes intervenciones orales, sin importar la calidad del auditorio ni el objeto a quien van dedicadas. El mismo entusiasmo que invadía a Jaime Colson frente a su caballete, a Rodríguez Urdaneta ante un bloque de mármol y a Bienvenido Bustamante delante de un pentagrama, era de igual signo que el sentido por logroño en el momento de sentarse a escribir un artículo periodístico, un discurso, una conferencia magistral o un conmovedor panegírico, pues en definitiva el era un genuino artista.
El mismo advertía que la preparación de un trabajo suyo tenía mucho de orquestación sinfónica ya que la escogencia de un adjetivo apropiado, la composición y pulimento de una frase, la vertebración de una imagen literaria atractiva, así como la lógica armonía que debe caracterizar a toda pieza escrita, requiere la posesión de aptitudes artísticas no comunes. La tensión dionisíaca, el terremoto de felicidad y la orgía de satisfacción que se apoderaba del espíritu de don Arturo al lograr una metáfora de su agrado o una frase que le recordaba una escena del pintor Teniers o una magnífica melodía del Debussy debía ser sensacional, indescriptible, no exagerando si la comparo a la cópula tántrica de los místicos del hinduismo. A medida que la forma y el fondo del trabajo van adquiriendo la finalidad esperada, una especie de complacencia y secreta venturanza invaden nuestro interior, siendo completamente secundario que el propósito final sea ensalzar la figura y obra de un dictador, las hazañas de un Libertador, las bellezas de un paisaje montañoso, el ejercicio de la caridad o los encantos del pasado.