Un recuerdo, y quizás un homenaje

Un recuerdo, y quizás un homenaje

POR RHINA P. ESPAILLAT
Lo que pasa con el recuerdo es que no se descubre, se crea: como el Nuevo Mundo, uno lo viola con cada paso que da al investigar sus secretos, regando aquí la semilla extraña de un anhelo que el niño no conoció jamás, insinuando allá el virus de la nostalgia o la amargura. O, mejor dicho, uno lo altera, como alteraba mi mamá en esos días la ropa de las americanas que le traían sus trajes malcortados o pasados de moda para que ella hiciera sus milagros por paga.

Así quiere uno bajarle el ruedo a una muerte familiar, cambiarle el cuello a una traición que no deja de irritar la nuca. Y a decir verdad, para qué se necesita tanta verdad? Con la verdad no se ha engordado nunca una vaca ni se ha sanado un enfermo; pero ay, qué manía de saber cómo fueron las cosas, qué fué lo que se dijo y se hizo! Se parecen esas verdades a los hilvanes de mi mamá, que tenía tanta fé en lo preciso que cosía a máquina sobre cada puntada, sin desviar ni a la izquierda ni a la derecha. Y yo, porque a mí me tocaba sacar los hilvanes antes de entregarle el vestido a la clienta, le rogaba que no lo hiciera así, que hiciera su costura a un ladito para permitirme seguir con menos trabajo la ruta estrecha de sus puntadas cortas y cuidadosas. Pero no logré jamás alterar su método de coser, y hasta llegué a comprender su amor a la linea limpia que parece una sola cosa, como si en la vida no hubieran hilvanes.

Pero en esos dias yo me quejaba entre los dientes de muchos hilvanes: la pobreza discreta que nos imponía obligaciones hacia familiares más pobres aún, sin permitir los pequeños lujos que endulzaban la vida de mis amigas de escuela; la costumbre semanal de mi papá de celebrar todos los viernes—dia de pago— brindándole a sus amistades “dos o tres traguitos” que solían multiplicarse como el pan y los pezcados de otro milagro.

Mi papá, hombre triste con fama de cascabel, no tomó nunca un trago a solas ni dejó de tomarse uno con cualquier compañero que se prestara. Era alegre por temor a la soledad que lo encarcelaba en un país que nunca aceptó como suyo, donde huía al idioma, a la música, al arte popular. Vivía sumido en el pasado—su pasado—como una mano en un guante de goma por evitar contacto con sustancias tóxicas. Le molestaba la letra de las canciones que se tarareaban en 1939, los anuncios de periódico, los cómicos de cine con sus chistes incomprensibles. Me enseñó a leer los “muñequitos” del diario, pero luego le molestaba mi amor al inglés, mi deseo de niña—tenía siete años cuando llegué a Nueva York—de parecerme a las otras, las que ya se conocían y hablaban ese idioma rico, eléctrico, con su ritmo pesado y su sabor a violencia. Agradecía su vida al país, que le había dado albergue y protección cuando se encontró aquí como exiliado político. Pero todo agradecimiento tiene filo, y mi papá se cortaba la mano con mucho que amaba y respetaba. Seguía la politica americana con pasión, pero nunca se hizo ciudadano, y al descubrir que tenía cáncer insistió en volver a su tierra, a su mismo pueblo natal, a morir entre los recuerdos de su niñez y descansar en la tierra de sus padres. Su muerte constituye un hilvan que nunca he podido sacar del traje de mi vida.

Mi mamá, por otro lado, quizás por ser más joven que él, quizás por tener recuerdos menos dulces de su tierra, se arrojó con pleno entusiasmo a la vida de su país adoptivo. Se enamoró del inglés, de las leyes que igualan a todo ciudadano, de la educación que inculca optimismo y fé en el destino personal. Me permitía hablar inglés en la casa—lujo que no se soñaba si mi papá estaba presente— y descubrió por si misma, por primera vez, los tesoros que le brindaban la biblioteca pública y la escuela nocturna.

Pero cuidado: Es recuerdo, o fantasía, esa cara encendida por la curiosidad, rodeada de vestidos ajenos, oyendo mis cuentos de “lo que aprendí hoy,” pidiendo detalles, obligándose a abarcar a Macbeth y Darwin, las teorías de Freud y la biología del sapo? Sí, es recuerdo; bajo el arco negro de la máquina de coser veo la misma cara redonda, casi de niña, en la luz amarillenta del bombillito que ilumina el trabajo. Creyéndose sola cuando ya los demás dormían, ella cosía, rápida y silenciosa, bajo los inmensos trajes de novia o de bailarina que colgaban desde el cielo raso, esperando encajes, plumas, mostacillas. Y yo, despierta pero silenciosa como quien descubre un secreto ajeno, la miraba con ojos entreabiertos.

Tambien son recuerdo veraz su inestabilidad, la fragilidad de esa inteligencia febríl que nunca llegó a satisfacer su hambre de saber, aquellos dias de miradas y palabras inexplicables que antes pasaban como tormentas de verano pero que al fín se apoderaron de ella.. Hoy, cuando le abotono el abrigo y la llevo a pasear cogida de mano, es difícil pensar que este hilvan corrió siempre debajo de la costura nítida de su vida diaria, su vida de esfuerzo y ambición. No siempre recuerda mi nombre, pero cuando me aparezco en su cuarto de hospital sus ojos me dicen que más allá del recuerdo hay algo que no se borra.

Quienes fueron mi papá, mi mamá? Ojalá saberlo. Sí, se puede conocer un nombre, una serie de episodios, un mito familiar en que cada cual tiene su puesto y hace su papel. Sé, por ejemplo, que mi papá tenía en su oficina, cerca de la punta de Manhattan, una neverita donde guardaba pan y jamón y queso, y que hacía emparedados—es decir, sanduches, palabra que detestaba por no ser ni inglés ni castellano—para los pobres desgraciados y borrachos que pasaban los dias en las calles, pidiendo monedas. Sé que le disgustaba cualquier mención del bien que hacía y que le avergonzaba aceptar gracias de nadie. Sé que usaba zapatos demasiado grandes porque un dia oyó decir a mi mamá que “un hombre verdadero debe tener el pié grande.”

Pero todas esas verdades son retazos, apariencias, inconsistencias; lo difícil es comprender el ser entero, la unidad de esa persona que se esconde entre los cuentos y al fín en la tumba. Y sobre todo respetar los hilvanes, que ya no se pueden sacar porque estan debajo de las puntadas, donde los puso la realidad, la verdad de las cosas.

Si hoy remuevo los mitos para encontrar en ellos el grano de verdad que contienen, es para buscar en ellos a mis padres, tal como fueron, y para decirles, a papá en la tierra de La Vega y a mamá en su destierro final en la costa de Massachusetts, que son el eje de mi carácter, la fuente de mi destino, el misterio que le da impulso a todo lo que pienso y todo lo que escribo.

Si busco la verdad, es porque ella me enseñó a coser derecho; pero tambien porque él me enseñó que detrás de los hechos hay otra verdad más piadosa que ve valor donde el mundo no siempre lo reconoce. Si amo a los libros es porque ella me enseñó la importancia de entenderse con el mundo, escaparse de lo propio, extenderse, con la imaginación, a Grecia y Tibet; pero tambien porque él me enriqueció con la herencia literaria del idioma de sus padres, con Amado Nervo, Tabaré, Sor Juana, Santos Chocano. Si vivo de la palabra es porque ella me enseñó, con el valor con que se lanzó al futuro, la importancia de indagar; pero tambien porque él me enseñó, con su lealtad a su pasado, la importancia de conservar las cosas antes de que el olvido se las lleve.

Lo que pasa con el recuerdo, en fín, es que no se puede separar de la fantasía, del amor a lo que se perdió, del temor de perderse uno tambien y ser olvidado. Pero sea lo que sea, es lo único que tenemos, lo único que somos.

Rhina  P. Espaillat es la poeta dominicana más importante en los Estados Unidos.  Miembro de la Academia de poesía de             EUA desde los 16 años, está dentro de la selección de los cien mejores poetas de Norteamérica.  Traductora emérita del poeta Robert Frost, perfectamente bilingue, esta vegana es posiblemente la única dominicana poeta con nivel para el Nobel de LIteratura. AREITO acaba de obtener esta colaboración de ella.

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