Un susto placentero

Un susto placentero

Como no era aficionado a los pupitres, mi amigo apenas llegó al sexto curso de la educación primaria.

Y la ocupación que ocupó en una empresa comercial durante más de veinte años fue la de cobrador.

Como cada deudor de la entidad era diferente de los demás, el laborioso empleado vivió situaciones de todo tipo, las cuales relataba con gracia.

Una noche en que un grupo de muchachos del barrio de San Miguel compartíamos con el joven que enfrentaba a pagadores morosos, este narró el incidente que había vivido en horas de la mañana.

Cerca de las nueve ante meridiano, fue a cobrarle a un mayor del ejército, que tenía fama de hombre celoso, lo que muchos justificaban debido a que su esposa era lo que se conoce popularmente como un monumento de mujer.

El oficial, que residía en una casa duplex, y lavaba su vehículo, le indicó que subiera a la segunda planta y lo esperara en la sala, ya que estaba casi finalizando su labor.

No bien había posado los fondillos en un sillón, el cobrador vio a la esposa del mayor que, provista de una escoba, y desprovista de ropa,  iniciaba la limpieza del cercano comedor.

Desde el lugar que ocupaba, reparó en que la mujer no podía verlo, por lo que se dispuso a aprovechar al máximo el excitante espectáculo de la nudista hogareña.

Pero de pronto recordó que el marido no tardaría en subir, y la desnudez de la dama se fue tornando menos apetecible, debido a la fuerza del instinto de conservación.

El hombre continuaba dando vistilla, y llegó a elevar preces al Altísimo para que retrasara la llegada del oficial superior de las fuerzas armadas.

Su miedo aumentó al pensar que la desprevenida encuerada pudiera pasar hacia la sala para completar su tarea, pero afortunadamente ésta se dirigió hacia la parte trasera del piso. Minutos después llegó el esposo, saludó nuevamente al cobrador, y repitió el trayecto de la dama, regresando con el dinero de la deuda.

Mi mujer se asustó cuando le dije que estabas aquí, porque estuvo a punto de salir

desnuda a barrer el comedor y la sala- dijo el oficial con rostro risueño. Su interlocutor permaneció con la cara enseriada y el corazón con desbocados latidos, y se propuso no volver a pisar aquel segundo piso en sus próximas visitas.

   Algo que, por supuesto, cumplió al pie de la letra.

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