Cuarenta personas durante aproximadamente 1500 años plasmaron el plan de Dios para su creación en la compilación de libros que hoy conocemos como la Biblia.
Sesenta y seis libros distribuidos en dos grandes pactos, el antiguo con 39 y el nuevo con 27, siendo Moisés y San Pablo los escritores más prolíficos de ambos testamentos.
El texto sagrado judeocristiano fue escrito en tres idiomas originales, a decir, hebreo, arameo y griego.
La Septuaginta o versión de los Setenta fue la traducción del antiguo testamento al idioma griego, hecha en Alejandría y que luego sirvió como fundamento para la futura traducción al latín que hiciera San Jerónimo, conocida como la Vulgata.
En 1569 salió publicada la primera traducción completa de las Sagradas Escrituras al idioma español, traducida por Casiodoro Reina, dada a conocer como la Biblia del Oso, y años más tarde fue revisada por Cipriano de Valera, de ahí que la versión más usada por la comunidad protestante se denomine como Reina-Valera.
El contenido actual de las Sagradas Escrituras es exactamente el mismo que el divino Creador inspiró a sus redactores humanos. Esto ha quedado confirmado por los hallazgos arqueológicos y de otra índole material que ya han sido integrados como elementos infalibles de la conservación íntegra del texto bíblico.
A mediados del siglo pasado un grupo de pastores encontró en la zona de Qumran, cerca del Mar Muerto, numerosas vasijas conteniendo una colección de cientos de pergaminos y papiros que hoy se conocen como los “Rollos del Mar Muerto” o de Qumran. Esos textos datan de cientos de años antes de Cristo y al compararlos con la Biblia que hoy tenemos en nuestras manos, se ha encontrado una coincidencia absoluta que certifica la forma original y fidedigna en que su divino autor ha conservado su plan eterno.
El tiempo y la misma ciencia se ha encargado de ir desmontando los argumentos denostantes contra la Biblia y sobre ellos se ha impuesto una de sus verdades inconmovibles: “El cielo y la tierra pasará, pero su palabra no pasará”.