Un TLC por consenso

Un TLC por consenso

PEDRO GIL ITURBIDES
El pronunciamiento del Consejo Nacional de la Empresa Privada (CONEP) es tanto cauto como sugerente. «Si bien el país cuenta hoy con las zonas francas y el turismo, no por ello debe olvidar o relegar a otros términos, a sectores que por años han sido la espina dorsal de la economía». Referida esta expresión al tratado de libre comercio (TLC) que se discute, puede afirmarse que más claro no canta un gallo. Y añade el documento del CONEP que «se pueden conciliar esfuerzos entre todos para que se llegue a un esquema de protección justo y transparente para la supervivencia de todos los sectores».

Nadie se opone a que la República Dominicana se inserte en un sistema de integración de mercados como el propuesto. Lo que muchos sectores piden es que en el mismo se incluyan instrumentos que reflejen justicia social internacional. Y basándose en ésta, la equidad en el intercambio. La premura con que se firmó el texto sujeto a discusión obvió, al parecer, estas muestras de solidaridad internacional.

En el país no hay una coalición de defensores y propulsores del TLC con Estados Unidos de Norteamérica y los países de Centroamérica. Tampoco existe un grupo opuesto a dicho acuerdo. Unos y otros convienen en la necesidad de trascender las fronteras con aquello que generamos, y recibir lo que nos ofrezcan nuestros asociados en ese acuerdo comercial. Lo que estos últimos quieren es que ello se cumpla a satisfacción de todos.

De ahí la importancia del llamado del CONEP para que se concilien esfuerzos.

Un primer paso debía ser la publicación del texto firmado. Porque la opinión pública nacional asiste a una disputa sin conocer en detalle el acuerdo sobre el que nos enfrentamos. En cambio, buena parte de esa opinión pública sabe, pues resulta inocultable, que los estadounidenses ofrecen subsidios a los sectores productivos de su nación.

En medio de las negociaciones dirigidas a la firma del pacto, los estadounidenses aplicaron aranceles del 200% a camarones importados del Asia. También algunos países de este continente resultaron lesionados en sus intentos de vender ese crustáceo en aquél mercado, aunque los impuestos de importación aplicados alcanzaron el 75% del valor de mercado. Pero, ¿a dónde se dirigen estas recaudaciones? Una parte, por supuesto, al fisco. La otra, a proveer asistencia financiera no reembolsable a la industria camaronera de aquel país.

¡Ay de nosotros si intentamos subsidiar tan directamente a cualquier productor, no ya de camarones, sino de dulces en palitos! Precisamente el argumento esgrimido para aplicar esos gravámenes descansa en el supuesto de que los gobiernos de los países de origen de aquellos camarones «ayudan» a sus productores. En el caso de la producción de China comunista y Viet Nam se aduce que en esas naciones prevalecen salarios inusualmente bajos.

Pero, ¿y no es éste, precisamente, el atractivo que se les ofrece a los inversionistas estadounidenses en pueblos de menor desarrollo relativo? ¿No vienen las inversiones de zonas francas porque aquí se le paga a los trabajadores entre la séptima y la décima parte de cuanto se le paga a sus iguales en Estados Unidos de Norteamérica? ¿La multimillonaria inversión estadounidense en esa China no se ha hecho porque allí se pagan salarios de miseria?

Lo que aparenta ser motivo de la inversión para empresas de zona franca, sin embargo, no es regla aplicable al resto de la producción. Y basados en este signo de inequidad es que los sectores de nuestras agropecuaria y agroindustria discuten lo del TLC.

De ahí la pertinencia del llamado del CONEP. Vamos a sentarnos para discutir con sensatez, sin pasiones ni intereses egoístas, lo que redundaría de un tratado tal cual se ha suscrito. Procuremos conciliar nuestros objetivos, a partir de muchas evidencias inocultables de proteccionismo, comunes y corrientes en esa gran nación que es nuestra aliada.

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