Un trozo nuevo del antiguo pan

Un trozo nuevo del antiguo pan

FEDERICO HENRÍQUEZ GRATEREAUX
¿Doctor Ubrique, qué le impulsó a aprender español?   El idioma español lo aprendí por amor a mi padre. El me contaba historias acerca del lugar donde nació. Mi madre reía al verlo empeñado en abrirme el camino de una cultura añadida, distinta de aquella en que vivíamos los tres.

De manera indirecta mi padre quería mostrarme que los hombres son parecidos siempre: en cualquier lugar y en todas las épocas. Cometen los mismos crímenes, tiene idénticos prejuicios, sufren de iguales pasiones. Mi madre lo sabía y actuaba en cariñosa complicidad. Ella pensaba que esto hacía sentir bien a mi padre y que serviría después a su hijo para «saltar la tapia» de la Europa del Este. Las palabras de un idioma son como teclas de un piano gigantesco que se hubiese construido en el lapso de varios milenios. Mi padre solía citar a Juan de Valdés, el autor de Diálogo de la lengua. Me decía que la lengua castellana puede cortarse en tres, como si fuera una hogaza de pan: la mayor parte de la voces que usamos proceden del latín vulgar; las palabras doctas nos vienen del griego, las «ordinarias y groseras», del árabe. Atribuía la dicha división a ese humanista del siglo XVI. Recientemente, al vivir en Cuba, he aprendido cosas que no pudo enseñarme mi padre.

  Después de la conquista y la colonización de las tierras de América ingresaron a la lengua castellana muchos vocablos del Caribe, también palabras del náhuatle, del quechua, que no podía consignar Juan de Valdés. Eran en aquel tiempo demasiado recientes y su uso no se había generalizado. A Juan de Valdés le molestaba que la primera gramática castellana la hubiera escrito un andaluz y no un castellano. Nebrija hablaba entonces la lengua que hablan ahora con derecho todos los andaluces. En la actualidad vemos como los hispanoamericanos se han adueñado de la misma lengua que hablaban los andaluces en la época de Antonio de Nebrija. Este es el trozo nuevo del gran pan de la lengua española. Y aquí entran los esclavos negros llegados del África que hoy son ciudadanos de las Antillas y de muchísimos lugares de América. Hablan el español de otro modo, con acentos nuevos, en tonos que no son castellanos, ni andaluces; sin parecido alguno con los de aragoneses, ni con los de vascos bilingües. Los cubanos pronuncian de una manera especial. Hay algo glandular en la elocución de los cubanos de piel más obscura. La poesía y la música de ustedes contiene y transmite algo hecho de plasma sanguíneo o de esperma. Una fuerza biológica primigenia atraviesa las composiciones más logradas, tanto en la música como en la poesía. Algunos artistas cubanos poseen una magia punzante que nos conecta inmediatamente con el ensalmo o el prodigio.

  Mi padre nunca viajó a Cuba. Conocía pocas cosas de esta isla. Sabía, eso sí, que en Santiago se hundió la escuadra del almirante Cervera. ¿Será cierto que en la costa de Santiago se oyen algunas noches los gemidos de marinos muertos en la guerra con los Estados Unidos?   Eso debe ser una leyenda del siglo pasado, inventada por los familiares de los marinos, replicó Dihigo.   Es natural que los deudos quisieran rescatar los cadáveres; y que se hicieran ilusiones.   En el fondo marino debe reinar un terrible silencio.   Mi padre decía que para morir no se necesita silencio. Los húngaros que murieron en el sitio de Stalingrado entraron al otro mundo acompañados por el estruendo de la artillería. Para dormir es otra cosa. El ruido, según parece, no favorece el sueño. Esta ciudad no es ruidosa como algunas ciudades de los Estados Unidos. En Bayamo todo parece tranquilo; da la impresión de que los bayameses gozan de un sosiego del que no disfrutan los habitantes de La Habana.   Bueno, doctor, no todo lo que brilla es oro; a veces las apariencias engañan. Dihigo, al decir esto último, apretó los labios y arrugó la frente.

Lidia apareció en el pequeño lobby; saludó al empleado de la recepción y se acercó al lugar donde conversaban los dos hombres. Tendió la mano al señor Dihigo, al cual dedicó una amplia sonrisa. La boca pintada y los hermosos dientes de Lidia surtieron un efecto estimulante en los hombres que estaban cerca de la puerta. En vez de mirar hacia la calle, todos empezaron a mirar hacia el recibidor. Ladislao y Dihigo se pusieron de pie; el ayudante del empleado de la recepción acudió solícito:   ¿Señora, desea que le sirvan un café o un refresco?   Gracias, ya he desayunado; bebí una taza grande de café. Lidia ocupó la poltrona libre. Los dos hombres volvieron a sentarse en el sofá.   ¿Dónde está Valdivieso?   Él ha ido a buscar un folleto acerca de la ciudad   monumento y un libro para turistas, editado por el municipio. Regresará para entregarlos a usted.

  Señor Dihigo, estoy feliz de estar en Bayamo. No saben ustedes cuanto tiempo estuvo Ladislao aplazando este viaje. Ni el gusto que me ha dado poder acompañarlo. Lidia cruzó las piernas. Uno de sus zapatos quedó colgando de un pie; ambos hombres miraron con atención el tacón, el tobillo y la pierna de la mujer, al parecer esperando que el zapato cayera al piso. Lidia entonces movió un poco su dedo mayor; el zapato se volvió un péndulo sensual, una pieza colgante de hipnotizador. Ladislao, repentinamente, se levantó del sofá.   Es hora de echar a andar. Bayamo, Cuba, 1993.

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