Un vulgar atropello

Un vulgar atropello

El dominicano siempre tiene la sensación de vivir en tierras movedizas.

Aunque uno se vaya a cualquier confín del mundo, bajar del avión en Las Américas es como caer en el país de Alicia o en un pais aje. Es como recuperar esa sensación de que no existes ni legal ni personalmente.

Cualquiera puede anularte, sea como peatón, paseante, ave rara en pantalones cortos y peor si andas con una cámara.

El viernes 5 de diciembre, a las dos y media de la tarde, iba del Museo del Hombre Dominicano a la Biblioteca Nacional, con la idea de tomarle foto a las estatuas de Hostos y de Bosch. En el tramo que va de la calle Pedro Henríquez Ureña a la César Nicolás Penson noté la colocación de una serie de pequeños muros.

Al principio pensé que era un adorno, pero al llegar a la esquina formada por esa calle y la parte posterior de la Biblioteca, pude apreciar que no era simple decoración. Me enfrentaba a un conjunto de más de veinte bloques que formaban una extensión de la pared de la Embajada de los Estados Unidos.

Llegando a la Penson esta hilera ya tenía unos revestimientos que hacían tono con la pared de la representación diplomática. Al ver los árboles que entre los bloques todavía permanecían en pie, pensé tomar fotos de los mismos. Para mí, conservar la memoria urbana es como una obligación. Siempre que viajo a la Isla tengo esa sensación de tener que fotografiar aquello que sé o se sabe que pronto será cubierto por una valla, una verja, o que simplemente se esfumará, bajo las oleadas del urbanismo salvaje que nos arropa y conforma.

Tomadas las fotos, pasé por la Biblioteca. Pensaba saludar a Diógenes Céspedes, su director, y luego hacer consultas bibliográficas. Céspedes no estaba, así que casi me iba, cuando en el vestíbulo de la Biblioteca advierto la presencia de unos seis guachimanes, dos de ellos con escopetas largas, y un funcionario de la Embajada, que para colmo de males, hasta de apellido Alcántara era, mi segundo apellido.

En un tono seco, el funcionario de seguridad me preguntó que si había tomado fotos. No bien dije que sí, cuando me conminó a enseñárselas y luego a borrarlas. Delante de algunos empleados de la Biblioteca le dije que no sabía por qué, por cuanto ni habían letreros que prohibiesen tomar fotos en la zona, que ese era un espacio público y que él no tenía derecho a semejante allanamiento de la propiedad privada. En ese instante el funcionario comenzó a hablar y a hablar con personal de la Embajada.

Al verme rodeado de esos seis guachimanes me sentí como un prisionero de Guantánamo. Estaba ahí, formalmente preso, entre una yipeta y seis representantes de la seguridad diplomática. Mientras, el funcionario informaba de mi rosario de argumentaciones, en inglés y en español. Para echarle agua al vino, le enseñé las dos fotos, y comencé un nuevo rosario de argumentaciones. Agregué que ya llevaba más de veinte minutos en ese dime y direte, y que tenía que irme. Cuando los guachimanes oyeron la palabra «irme» pusieron una cara de agentes swats. Al lanzar mis últimas argumentaciones, que era periodista y profesor universitario, el funcionario como que se tranquilizó. Parecía que ya los superiores venían en camino, razón más que suficiente para que los guachimanes se tranquilizaran, bajaran la escopeta y se marcharan.

Como tenía que hacer mi trabajo, le dije al funcionario que seguiría haciendo otras fotos. Como un cancerbero que no puede dejar de olfatear a su presa, me siguió los pasos por las estatuas de Hostos y Bosch. Casi llegando a las tres se la tarde se aparecieron los dos funcionarios norteamericanos acompañados por un par de personajes. Uno de ellos, oh Dios, había sido uno de los revolucionarios más radicales en tiempos de UASD. ¡Y yo que entonces era el «reaccionario»!

Los funcionarios me exigieron que les enseñara todas las fotos que había hecho. En realidad eran dos, pero no se conformaron. Las pilas casi se me gastan cuando tenemos que repasar todas las fotos que había hecho. Había que borrar la 39 y la 40, sin miramientos. Uno de ellos, mientras tanto, me pidió mi cédula. Como a veces funciono con la mentalidad que da el vivir casi catorce años en Berlín, pensé que sólo era para ver mi nombre. Cuando ví que el objetivo era apuntarme en un papel, y anotar incluso mi número de identidad, le dije que cómo hacía eso, que no tenía ningún derecho, ya que él no era autoridad policial dominicana. Al darse cuenta que podía entender el diálogo de ambos, éste funcionario se identificó debidamente, con un acento texano, como si tuviese un chiclet entre las muelas. Tenía un carnet del Departamento de Estado, así como una placa del FBI.

El razonamiento de Tony, el otro funcionario, fue bastante simple: Había una ley dominicana de cuyo número no se recordaba , que prohibía fotografiar los alrededores de las representaciones diplomáticas de Estados Unidos. Le dije que esos bloques no estaban sobre propiedad de la Embajada, sino sobre la pública, en los mismos alrededores de la Plaza de la Cultura. Su respuesta fue lapidaria: «If you want…. podemos ir a la Policía…», «Debemos evitar problemas mayores».

A partir de esas frases salí de mi letargo. Pensé en la película «Salvador», de Oliver Stone. Recordé esas escenas donde los reporteros gráficos eran apecoseados por el mítico Masámbula en los alrededores de la UASD. Lo peor fue que me di cuenta de mi condición de ciudadano, de habitante, de crítico, de estudioso de Santo Domingo, ahora, en el mismo corazón de la Plaza de la Cultura, no muy lejos de Hostos y Bosch, no tenía la más mínima importancia.

Debía borrar mis dos infelices fotos y evitar «problemas mayores».

Las fotos 39 y cuarenta fueron borradas en presencia de los tres funcionarios de la Embajada y los tres guachimanes que quedaban. Al irme, subir en dirección a la 27 de Febrero y advertir que frente al Museo del Hombre sólo estaban Enriquillo, Lemba, Las Casas, pensé que ya no tendríamos más libertadores. Los indios se convirtieron en negros, los negros volvieron a indios, los curas siguen cuidando almas, el habitante de esta ciudad es un indio y un esclavo al mismo tiempo. Y quinientos años después…

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