POR: Ruth Henríquez Manzueta
Los instrumentos y la doctrina que abogan por el respeto a los derechos humanos reconocen dos aspectos esenciales que se desprenden de estos: derechos para los individuos y obligaciones para los Estados. Por ello, cuando nuestra Constitución consagra en su artículo 8 como función esencial del Estado la protección efectiva de los derechos de las personas, establece una obligación de garantía a cargo de las instituciones y servidores públicos de armonizar las normas, políticas públicas y actuaciones, para el cumplimiento pleno de dicha obligación.
La garantía a la que nos referimos, no es aquella que se basa en programas de asistencias que perpetúan la pobreza, ni programas que otorguen privilegios para unas minorías. Se trata que todo el aparato del Estado debe apuntar al desarrollo humano de su población, sin que nadie quede atrás, siendo necesario alinear el funcionamiento del Estado a principios de igualdad, justicia, participación, transparencia e inclusión que empujen a la mejora sustancial de la disponibilidad, accesibilidad y calidad de los servicios públicos.
En esa misma dirección lo expresado por el presidente electo Luis Abinader Corona de que “no vinimos a que nos aplaudan sino a servirles” es un mandato muy claro de que los nuevos responsables de la administración pública deberán poner como centralidad de su accionar, la dignidad de la persona y todo lo que ella supone, repercutiendo de manera favorable en la vida de la población no como retórica, no como estadio aspiracional, sino como realidades visibles en la cotidianidad. Ojalá y así sea.