Siendo niño y adolescente, en las películas de vaqueros, los dibujos de El Fantasma, Dick Tracy y otros muchos, aprendí e internalicé la belleza e importancia de la justicia, la honestidad, el coraje, la hombría de bien. Amé tempranamente ese extraordinario país, su historia, desde los heroicos inmigrantes del Mayflower, que con firmes convicciones morales y democráticas fundaron una sociedad de iguales. Por ventura nunca pudieron someter a los bravos nativos, una bendición para la futura sociedad, que no aceptaría prolongar la ignominia de la esclavitud. Los valores cristianos estuvieron en el corazón de los colonizadores y en el de los federalistas fundadores del Estado. Los “americanos”, como se apodaron desde muy temprano, fueron desde el inicio gentes esforzadas, que llegaron a esforzarse, construyendo una sociedad basada en el trabajo. Alexis de Tocqueville y el mundo civilizado se maravillaron de esa democracia que atrajo desde Europa todo tipo de talentos y, como ocurre en lugares de rápido desarrollo, también acudió gente ambiciosa y de mal vivir.
Aprendimos a admirar en los americanos, su coraje viril para conquistar territorios salvajes, para perseguir truhanes y cuatreros. Primero se fajaron con sus propios ancestros, ganando así su independencia, y más tarde, los industrialistas norteños enfrentaron a los algodoneros del sur, cuyo sistema esclavista y racista obstaculizaba el desarrollo y la justicia social. Independientemente de cuándo hayan tenido o no razón, los americanos han combatido exitosamente en dos guerras mundiales. Y han incursionado en territorios ajenos, a veces de manera injustificada, pero casi siempre demostrando valentía y determinación. En el siglo pasado asombraron al mundo con su desarrollo industrial e institucional, con sus adelantos tecnológicos y científicos. ¡Llegaron hasta la luna! Los hemos criticado acremente por su ingerencismo, por el abusivo desembarco de sus tropas en nuestro suelo. Aunque alguna vez hemos sospechado que sin su monitoreo e intromisión algunas cosas pudieron ser peores. Un grupo de estudiantes latinoamericanos, iraníes, hindúes y asiáticos, día a día atacábamos al profesor Fitzgerald por “el intervencionismo americano”, hasta que sintiéndose acorralado, el profesor, que no sabía tanto de tantos países, algunos de los cuales habían sufrido alguna forma de intervención estadounidense, se plantó y nos dijo: “Los americanos hacemos exactamente lo que ustedes harían si ustedes estuviesen en nuestro lugar.” Nadie se atrevió a negarlo. Y ya no hubo necesidad ni deseo de continuar discutiendo.
Pero hay cosas que se nos dificulta entender y aceptar. Como esto de enviarnos a un activista gay como embajador, para que aparezca todos los días en las principales portadas, como Santa Claus repartiendo “cup cakes”, reunido con “la crema” de una sociedad que exagera su beneplácito o teme desairarlo, como persona y como enviado de poderosa nación. Somos culturalmente cristianos, naturalmente hospitalarios, y personalmente nada tenemos contra los homosexuales, pero no queremos que nos impongan reglas de resultados impredecibles. Dura cosa para un país con tanta confusión y tan serios problemas, que intenten introducirnos, malamente, extraños comportamientos. Antinaturales y anticristianos, por demás. ¿Una especie de agresión cultural, deliberada o no, de sectores sociales estadounidenses?