Una alambrada mental

Una alambrada mental

La vida en las ciudades obliga a soportar el ruido de las bocinas, el polvo que levantan los automóviles, los basureros que se forman alrededor de los zafacones. En las ciudades aprendemos a convivir con las diferencias temperamentales y de educación que separan a las personas. Discriminaciones raciales, ideológicas, de clases, van creando barreras entre gente del mismo país, de barrios próximos, con ocupaciones muy parecidas. Finalmente, se levanta una alambrada mental que impide el trato personal de vecinos “cuasi-contiguos”. Se supone que las ciudades fomentan la tolerancia, en vista de la diversidad de sus habitantes. Pero no ocurre así. A ambos lados de esa alambrada mental, florece el odio.
Las diferencias políticas son ahora difícilmente salvables; mientras los militantes profesionales de los partidos hacen toda clase de “maniobras de adaptación”, el hombre común se siente “distanciado” de los partidos políticos; no cree en sus dirigentes, ni en las ideologías; y rechaza el comportamiento de los políticos, que se enriquecen tan pronto alcanzan el poder público. Los “dirigentes”, a menudo son “tránsfugas” y la gente común se rebela ante ese comportamiento, aunque no tenga posibilidad de “librarse” de unos líderes que, aparentemente, no aprecia. La ciudad es hoy un centro de desconfianza: no hay seguridad, todos andan armados, la policía es una institución desacreditada.
Tenemos barriadas peligrosas, discotecas peligrosas, rutas de transporte consideradas peligrosas. A pesar de que ya los partidos políticos no son de izquierda, ni de derecha, como era antiguamente, las diferencias entre “revolucionarios y conservadores” subsisten a base de prejuicios y formas viciadas de apreciación. Los pobres consideran ricos a los profesionales de cualquier disciplina. Muchos ricos hablan de la “riqueza proletaria”. ¿Es posible concebir una riqueza proletaria? Seguramente, no entenderían esa noción los marxistas de antaño.
Sin embargo, está a la vista que la riqueza de los narcotraficantes se apoya en una legión de “proletarios” que consumen drogas y/o las mercadean. Estos nuevos proletarios no son obreros fabriles; son campesinos recién “urbanizados”. Algunos son propietarios de bancas de apuestas, por tanto, nuevos representantes del poder financiero. Los partidos políticos cuentan con esa nueva riqueza “anti-establishment”. Los gremios de transporte actúan laboral, económica y políticamente; todos luchan alrededor de la “alambrada mental”.

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