Se izaba la bandera de República Dominicana mientras por los altavoces sonaban las notas de su himno nacional. Era el sábado once de junio de 1966 y en el estadio «Hiram Bithorn» de San Juan de Puerto Rico se inauguraban los Décimos Juegos Centroamericanos y del Caribe. De repente, la enseña dominicana se detuvo a media altura del poste en el que era enhestada.
Las notas del himno nacional siguieron sonando mientras los edecanes puertorriqueños miraban asombrados hacia donde estaba, driza en mano, el Presidente del Comité Olímpico Dominicano, Juan Ulises García Saleta. Solícitos corrieron hasta él tratando de proporcionarle la ayuda que, suponían ellos, necesitaba «Wiche» para hacer subir la bandera. Cuál no sería su sorpresa cuando el jefe de la delegación deportiva dominicana rechazó su ayuda mientras anudaba al poste la cuerda que guiaba la bandera. Nudos iban y nudos venían, García Saleta amarraba la driza como si nunca fuera a ser desprendida de allí.
Las decenas de miles de asistentes al evento distraían su atención hacia el sitial de banderas pudiendo apenas apreciar que la dominicana permanecía a media asta. Desde el palco presidencial, los dirigentes olímpicos encabezados por el mexicano José de Jesús Clark Flores, presidente de la ODECABE, preguntaban extrañados qué había pasado. )Cómo era posible que una nimiedad como esa produjera una distracción que, por momentos, sacaba de concentración a lo que debía ser el evento deportivo más grandioso que en Puerto Rico se había montado? Las cámaras de televisión enfocaban a ratos la contradicción entre todas las banderas izadas hasta el tope y la dominicana que permanecía a medio camino. «Wiche» García Saleta estuvo un buen rato sujeto a las ataduras que había elaborado con pasión mientras permanecía en posición de atención ante la enseña patria.
Los responsables de protocolo del evento pronto encontraron una explicación para esa actitud: la delegación dominicana se declaraba de luto porque nuestro país permanecía todavía ocupado por tropas norteamericanas. Quizás para algunos dirigentes puertorriqueños la condición de colonia de Estados Unidos que sufría Puerto Rico era algo natural y aceptable. Pero los dominicanos, que habíamos luchado con más fe que armas contra un enemigo inmensamente poderoso no podíamos desperdiciar la oportunidad de mostrar nuestro repudio a la ocupación militar norteamericana. Habíamos dejado de ser, de nuevo, una nación independiente para convertirnos en la víctima de otra violación a la soberanía nacional sólo porque el pueblo había tratado de trazarse su propio destino. La bandera a media asta llevaría por el mundo el mensaje del atropello que había sufrido la nación dominicana. «Wiche» García Saleta se convertía entonces en la viva representación de un pueblo que se resistía a ser colonia dependiente del Norte revuelto y brutal. A seguidas, el presidente del COD retornaría a ocupar su asiento en el palco presidencial del evento, forrado de la dignidad patriótica suficiente para soportar los embates de quienes no tenían noción de lo que eran el patriotismo y la soberanía nacional.
Minutos después, desde el terreno donde se desarrollaba el acto, uno de los vicepresidentes del Comité Olímpico Dominicano comunicó a los responsables del protocolo del evento algo para ellos insólito. Si, como constaba en el programa del acto inaugural, por los altavoces sonaba el himno de Estados Unidos mientras se izara la bandera de la estrella solitaria de Puerto Rico, la delegación dominicana se sentaría en el césped como forma de protesta. Alegaba que Estados Unidos no era una nación participante en los Juegos Centroamericanos y del Caribe, por lo que no podíamos los dominicanos patriotas permitir que se nos restregara la condición colonial de Puerto Rico justo en el momento que nuestro país sufría una condición semejante. El «Hiram Bithorn» de San Juan se convertía entonces en escenario del enfrentamiento entre la libertad y la opresión colonial. Finalmente, «The Star Spangled Banner» no llegó a sonar por los altavoces y la dignidad patriótica volvió a imponerse.
Muchos fueron los sinsabores y conatos de agresión que sufrimos los dirigentes y miembros de la delegación dominicana en los Décimos Juegos de San Juan en 1966. Pero el mensaje había sido enviado al mundo de forma alta y clara. Los dominicanos no negociamos nuestra soberanía sino que, por el contrario, luchamos por ella hasta las últimas consecuencias. Ahora que «Wiche» García Saleta murió, es conveniente que los jóvenes conozcan que aquellos olímpicos cultivamos nuestra historia de principios y de moral, justo en los tiempos en que el deporte era fruto de la pasión y de la hermandad, no del mercurialismo profesional.