Una calle fugaz que al final se quedará sin nombre…

Una calle fugaz que al final se quedará sin nombre…

A nuestro paso por la vida, todos nosotros, además de experiencias, objetos o conocimientos, vamos acumulando imágenes. Algunas de esas imágenes, supongo que las más significativas, terminan imponiéndose sobre las demás a tal punto que resulta imposible olvidarlas y no nos dejan otra opción que llevarlas con nosotros y guardarlas entre nuestros recuerdos más preciados.

 Pero no sólo la naturaleza, también el arte, ha sido una fuente de imágenes inolvidables. El David de Miguel Ángel, por ejemplo. Un curioso cuadro colgado en un museo de Bangkok,  en cuyos colores el viento sopla sin parar  en una misma dirección. Un lienzo, en el palacio Pitti de Florencia, que  muestra el amor de Botticelli hacia su modelo (sobrina) de Américo Vespucio, o aquel cielo en un paisaje de William Turner en una sala de arte del centro de Sao Paulo… Pero de todas las pinturas que he contemplado, hay una que siempre ha estado presente en mí. La última vez que la vi, tenía unos quince años y todavía hoy me parece verla frente a mí.

En todo caso, lo recuerdo de esta manera: un pequeño cuadro pintado al óleo que muestra un paisaje campestre visto desde lo alto de una cuesta. No hay personajes,  sólo un camino de tierra con dos surcos separados por una estrecha franja de yerba. El camino serpentea suavemente para adaptarse a los pliegues del terreno y finalmente se pierde detrás de un matorral, al final de una lejana perspectiva…

Por muchos años me pregunté qué era lo que tanto me atraía en aquella obra del distinguido pintor y arquitecto dominicano Milán Lora, hasta que descubrí que se trataba, ante todo, del sujeto principal; el camino. Un camino que comienza en el primer plano y se pierde en el último y es como si en realidad naciera en el espectador y le sugiera partir hacia destinos desconocidos.

Y es que los caminos, ya se habrán dado cuenta, ejercen en mí una extraña fascinación. Quizá porque son el símbolo por excelencia de nuestra vida.   La primera pregunta que me hice a mí mismo fue: ¿Hacia cuáles lejanos horizontes llevará esta calle? Y les aseguro que la pregunta es pertinente, porque sé por experiencia que los caminos, sin hacerle caso a la precisión de los mapas, suelen ir más lejos que su propia longitud y muchas veces son ellos los que se desplazan en nosotros y no nosotros en ellos.

Esta calle me honrará y me nombrará por unos meses. Luego, como todo lo que existe bajo el sol, su tiempo, como el mío, como el de todos nosotros, pasará.

Lo que me recuerda un verso de mi amigo y maestro Máximo Avilés Blonda, que considero el más optimista y el más valiente de todos los versos y que nunca me canso de citar: “Pasa que pasa el tiempo y cuando pasa es mejor…”

Por último quiero que me permitan hacer una declaración: una hermosa y pequeña calle, por unos cuantos meses, es el mejor homenaje que se le puede hacer a un escritor. Por un lado es una muestra de aprecio y de respeto hacia la obra del artista por parte de la Sociedad y del Estado; por otro lado, nos recuerda, a mí y a todos los que pasarán por ella, nuestra brevedad, el carácter pasajero de nuestra vida.

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